¿Y por qué miraste atrás? Podrías haber seguido adelante…

¡Y para qué se volvió a mirar! Hubiera seguido de largo…

Cuando tomamos una decisión, nos convencemos de que es la correcta, buscamos excusas. Al principio, nos atormentan las dudas, tememos el boomerang del destino, el castigo por nuestros actos. Pero no pasa nada, nos tranquilizamos, nos reafirmamos en que hicimos lo correcto y seguimos adelante, evitando recordar o reflexionar.

Hasta que un día, el boomerang llega. O el remordimiento tardío…

Se conocieron a principios de los dos mil. Javier se acercó a la parada del autobús y esperó. Cerca de él había una chica, normal, como tantas otras. Pero, de repente, el corazón le dio un vuelco. “Ahora llegará el bus, se irá, y nunca más la volveré a ver.” Hasta se giró. Un autobús esperaba en el semáforo. El corazón le latía más fuerte, apremiándolo. Y Javier se acercó a la chica.

—Hola, ¿qué bus esperas?

La chica lo miró, intentando reconocerlo o recordarlo, mientras él clavaba la vista en sus ojos y entendía que jamás podría olvidarlos ni dormir en paz.

—Me llamo Javier. ¿No esperas el 204?

—No —contestó ella al fin, sonriendo—. El 30.

Javier respiró aliviado. No había visto acercarse ningún autobús, así que aún tenía tiempo.

—¿Vives en el barrio Sur? —preguntó de nuevo.

—No, voy a casa de mi abuela.

—¿Tienes prisa? —dijo él, casi resignado.

—No mucha, ¿por qué? —ella lo miraba con curiosidad.

Javier notó que su propia voz sonaba alegre:

—¿Vamos caminando hasta la siguiente parada?

La chica dudó un instante, luego sonrió y asintió.

El corazón le martilleaba en el pecho, emocionado y feliz. Caminaron juntos hasta la siguiente parada, luego otra más… Así llegaron hasta el barrio donde vivía la abuela de Luz sin sentir cansancio ni notar el paso del tiempo.

Cuando Luz se detuvo frente a la casa de su abuela, ambos ya sabían mucho el uno del otro, como si se conocieran de toda la vida. Antes de despedirse, intercambiaron direcciones y números de teléfono. Ninguno dudaba de que había encontrado al amor de su vida.

Un año vivieron entre encuentro y encuentro, hasta que se casaron. Al principio vivieron con la abuela de Luz, y cuando terminaron sus estudios, consiguieron trabajos, pidieron una hipoteca y compraron un piso. De dos habitaciones, pensando en el futuro.

Cuando Luz le dijo que iban a ser padres, el corazón de Javier le dio otro vuelco, igual que el primer día, como diciendo: “¡Vamos, papá, reacciona!” Y Javier se deshizo en una sonrisa feliz. ¡Sería padre! Algo inesperado, maravilloso y aterrador a partes iguales.

La vida cambió radicalmente. Solo hablaban de su futuro bebé, de qué nombre ponerle, de dónde colocar la cuna, de qué cochecito comprar… Javier incluso paraba a madres en la calle para preguntarles por modelos de cochecitos. Ellas, encantadas, le daban consejos hasta sobre pañales y la dentición.

Los amigos, que ya tenían hijos, les ofrecían ropita y juguetes que ya no usaban sus pequeños.

Los jóvenes deseaban que el tiempo pasara rápido, ansiosos por ver a su primer hijo. Por fin nació un precioso niño de ojos azules. Para cuando Luz salió del hospital, en casa ya había una cuna nueva con protectores suaves, un armario lleno de bodys y gorritos, y un moderno cochecito esperando en el pasillo.

Llegó el día en que Javier, lleno de amor y esperanza, entró en el piso con el pequeño bulto envuelto en una manta. La casa se llenó de llantos, familiares emocionados y felicitaciones.

En la primera revisión pediátrica, Luz vio la expresión seria del médico y preguntó con voz temblorosa:

—¿Pasa algo malo?

El médico no contestó y mandó más pruebas. Luego llegó el diagnóstico devastador. Luz lloraba sin consuelo, mientras Javier apretaba la mandíbula e intentaba calmarla. No lo creían, esperaban un error. ¡Eran jóvenes, sanos, cómo era posible!

—Parto prolongado, traumatismo… —explicó el médico con cansancio.

Vinieron días de desesperación y aceptación. La madre de Javier sugirió internar al niño en un centro especializado, librarse de esa carga. Podrían tener más hijos, sanos. Esto era para toda la vida.

Javier no podía mirar a Luz a los ojos, pero dijo firme que no abandonarían a Adrián.

El niño creció, los reconocía, sonreía y parecía completamente normal. Hasta que llegó el momento de caminar… y no lo hizo. Los médicos no dieron esperanzas: silla de ruedas de por vida. Al menos su mente estaba intacta.

Empezó la lucha: fisioterapia, masajes, ejercicios… Luz dejó su trabajo para cuidar a Adrián. El sueldo de Javier se iba en tratamientos y la hipoteca. Sus padres ayudaban como podían.

Un domingo, Luz le pidió a Javier que sacara a Adrián al parque mientras ella limpiaba. Él se negó.

—Luz, mejor limpio yo y tú sales con él. Es que… los otros niños corren, juegan. La gente mira a Adrián en su silla. Ya es mayor para ir en cochecito. No soporto esas miradas.

Fue la primera señal. Luego vinieron más.

Una vez, Luz propuso vender el piso y comprar una casa.

—Podríamos adaptarla con rampas para Adrián. Sería mejor para todos, sobre todo para él. Ya entiende todo, se siente incómodo.

—Sí, tendría más libertad —dijo Javier, evitando su mirada—. Pero no cambiaría gran cosa. Lo siento, no puedo seguir así.

Luz lo dejó ir. Sus ojos reflejaban pánico, pero no lloró. Él intentó no pensar en todo lo que tendría que enfrentar sola.

***

Pasaron diecisiete años.

Tras el trabajo, Javier entró en una tienda a buscar un regalo para su padre, que cumplía 65 años. No encontró nada y se dirigió a la salida.

Delante iba una mujer con un traje verde pantalón. Javier no podía apartar la vista de su figura elegante, ni de su perfume delicado. “Dios, qué mujer”, pensó. Casi la rozó al pasar, pero se detuvo. Quería ver su rostro.

Ella levantó la vista. La habría reconocido entre mil. Las piernas le fallaron, el corazón dio un brinco. Últimamente pensaba mucho en ella. Hasta había pasado frente a su casa, esperando un reencuentro casual.

Luz dejó de buscar en el bolso y lo miró. También lo reconoció. Su boca tembló, pero no sonrió.

—Hola, Luz —dijo Javier, acercándose.

Estaba más llena, pero le sentaba bien. El pelo, corto y con ondas, el maquillaje perfecto. Solo los ojos eran los mismos.

—Hola, Javier —respondió ella, sorprendida.

No vio en su mirada aquel brillo de amor, solo curiosidad.

—¿Tienes prisa? —preguntó él, con extraña familiaridad.

—No mucha.

—¿Tomamos algo? —señaló una cafetería cercana.

Luz asintió.

—Qué bien te ves —dijo él cuando se sentaron—. El gris te favorece.

—Tú también has cambiado —sonrió ella—. ¿Cómo te va? ¿Casado?

—Divorciado. Dos hijas, viven con su madre. Solo me llaman cuando necesitan dinero. ¿Y tú?

—No. Estaba buscando zapatillas para Adrián.

—¿Adrián… camina? —preguntó Javier, con cautela.Javier miró hacia abajo, sintiendo el peso de los años perdidos y supe que, aunque el amor se había ido, el remordimiento siempre se quedaría.

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MagistrUm
¿Y por qué miraste atrás? Podrías haber seguido adelante…