¿Y por qué miraste atrás? Podrías haber seguido adelante…

**Y para qué se volvió? Hubiera seguido de largo…**

Cuando tomamos una decisión, nos convencemos de que actuamos correctamente, buscando justificaciones. Al principio, las dudas nos atormentan, tememos el boomerang de la vida, la retribución por nuestros actos. Pero cuando nada ocurre, nos tranquilizamos, nos reafirmamos en nuestra elección y seguimos adelante, sin mirar atrás.

Hasta que un día, el boomerang regresa. O llega el arrepentimiento tardío…

Se conocieron a principios de los años 2000. Santiago llegó a la parada del autobús y esperó. No lejos de allí, una chica esperaba también, común, como tantas otras. Pero de pronto, su corazón dio un vuelco. “Si no hago nada, subirá al autobús y nunca más la veré”. Miró hacia atrás. Un microbús se acercaba al semáforo. El corazón le latió con fuerza, apremiándolo. Y Santiago se acercó a ella.

—Hola. ¿Qué autobús esperas?

La chica lo miró, intentando reconocerlo o recordarlo, mientras él contemplaba sus ojos sabiendo que jamás los olvidaría ni volvería a dormir en paz.

—Me llamo Santiago. ¿No esperas el 204?

—No —respondió ella, finalmente con una sonrisa—. El 30.

Santiago respiró aliviado. Aún no se veía el autobús, así que tenía tiempo.

—¿Vives en el barrio Sur? —preguntó de nuevo.

—No, voy a casa de mi abuela.

—¿Tienes prisa? —preguntó, casi resignado.

—No mucha, ¿por qué? —ella lo miraba con curiosidad.

Oyó su propia voz, entusiasmada:

—¿Vamos caminando hasta la siguiente parada?

La chica lo pensó un instante, luego asintió con una sonrisa.

El corazón de Santiago latía con emoción. Caminaron juntos hasta la siguiente parada, y luego hasta otra… Así llegaron hasta el barrio donde vivía la abuela de Lucía, sin notar el cansancio ni el paso del tiempo.

Cuando Lucía se detuvo frente a la casa de su abuela, ambos ya sabían mucho el uno del otro, como si se conocieran de toda la vida. Antes de despedirse, intercambiaron direcciones y números de teléfono. Ninguno dudaba de que habían encontrado su destino.

Pasó un año de encuentros fugaces hasta que se casaron. Primero vivieron con la abuela de Lucía, pero cuando terminaron sus estudios y empezaron a trabajar, pidieron una hipoteca y compraron un piso. De dos habitaciones, pensando en el futuro.

Cuando Lucía le dijo que esperaban un hijo, el corazón de Santiago saltó en su pecho, como aquel primer día, como si le gritara: “¡Vamos, papá, reacciona!”. Y él estalló en una sonrisa. ¡Sería padre! Algo inesperado, maravilloso… y abrumador.

La vida cambió de repente y aceleró su ritmo. Solo hablaban del bebé, de cómo sería, de qué nombre ponerle. Discutían dónde colocar la cuna, qué cochecito comprar… Santiago incluso paraba a madres en la calle para preguntarles sobre modelos de cochecitos. Ellas, encantadas, le daban consejos que iban desde la alimentación hasta la dentición.

Los amigos, que ya tenían hijos, les ofrecían ropita que sus propios niños habían dejado atrás. Los jóvenes deseaban que el tiempo pasara rápido, ansiosos por conocer a su primogénito. Por fin, nació un hermoso niño de ojos azules. Para cuando Lucía salió del hospital, la habitación ya tenía una cuna nueva con protectores suaves, el armario lleno de bodys, gorritos y pijamas, y en el pasillo, un moderno cochecito esperando largos paseos.

Llegó el día en que Santiago, rebosante de amor y esperanza, entró en casa con el pequeño bulto en brazos. La vivienda se llenó del llanto del bebé, del bullicio de los familiares.

Pero en la primera revisión pediátrica, Lucía vio la expresión tensa del médico.

—¿Pasa algo? —preguntó con voz temblorosa.

El médico no respondió y pidió más pruebas. Luego vino el diagnóstico devastador. Lucía lloró, Santiago apretó la mandíbula e intentó calmarla. No lo creían, esperaban un error. ¿Cómo podía ser? ¡Eran jóvenes, sanos!

—Un parto difícil, complicaciones… —explicó el médico, fatigado.

Llegaron días de desesperación y aceptación. La madre de Santiago sugirió que ingresaran al niño en un centro especializado. “Podéis tener más hijos, sanos. No os carguéis con esto para toda la vida”.

Santiago no pudo mirar a los ojos llorosos de Lucía, pero dijo con firmeza: “A Marcos no lo dejamos en ningún sitio”.

El niño creció, los reconocía, sonreía y parecía completamente normal. Esperaban que los médicos se hubieran equivocado. Pero cuando llegó el momento de caminar, Marcos no lo hizo. Sus piernas débiles apenas sostenían su peso.

Ningún médico dio garantías de que algún día lo lograría. Su futuro sería una silla de ruedas. “Al menos su mente está intacta”, decían.

Comenzó la lucha por su desarrollo: masajes, ejercicios, fisioterapia… Lucía dejó su trabajo para dedicarse a Marcos. Todo lo que ganaba Santiago se iba en tratamientos y la hipoteca. Sus padres ayudaban como podían.

Un domingo, Lucía le pidió que llevara a Marcos al parque mientras ella limpiaba. Él se negó.

—Lucía, mejor yo limpio y tú sales con él. Es que… los otros niños corren, juegan. La gente mira a Marcos en su cochecito. Ya es grande para eso. No soporto las miradas.

Fue la primera señal. Luego vinieron más.

Una vez, Lucía sugirió vender el piso y comprar una casa.

—Podríamos poner rampas para que Marcos saliera solo. Sería mejor para todos, especialmente para él. Ya entiende, se avergüenza…

—Sí, tal vez tengas razón —respondió Santiago, evitando su mirada—. Pero no cambiará mucho. Lo siento, no puedo seguir así.

Lucía lo dejó ir. Sus ojos reflejaban confusión y pánico, pero no lloró. Él intentó no pensar en todo lo que tendría que enfrentar sola: las decisiones, el dinero…

***

Pasaron diecisiete años.

Tras el trabajo, Santiago entró en una tienda a buscar un regalo para su padre, que cumplía 65 años. Sin decidirse, se encaminó a la salida. Delante iba una mujer con un traje pantalón verde. No podía apartar la vista de su figura elegante, del suave aroma de su perfume. “Qué mujer…”, pensó, tarareando una canción.

La mujer se detuvo a buscar algo en su bolso. Santiago la rebasó, pero de pronto se paró. Quería ver si su rostro era tan hermoso como su silueta. Ella levantó la vista. La habría reconocido entre mil. Sus piernas se clavaron al suelo y el corazón le golpeó el pecho.

Últimamente pensaba mucho en ella, imaginando cómo estaría. Incluso había pasado frente a su casa, su antigua casa, con la esperanza de encontrarla.

Lucía dejó de rebuscar y lo miró. También lo reconoció. La comisura de sus labios tembló, pero no sonrió.

—Hola, Lucía —dijo Santiago, acercándose.

Había engordado un poco, pero le sentaba bien. Su rostro era igual de bello, incluso más, con ese maquillaje sutil. El pelo corto, con ondas en los extremos. Solo sus ojos eran los mismos.

—Hola, Santiago —sonrió.

En ellos no había el brillo de aquel primer día en la parada, ni la esperanza de cuando le anunció el embarazo. Solo curiosidad y sorpresa. También lo observaba a él.

Santiago sabía que ya no estaba en forma, que tenía algunos kilos de másSantiago sintió que el peso de su cobardía lo aplastaba por fin, y en ese instante, con el eco del rechazo de su propio hijo resonando en su mente, comprendió que el verdadero inválido había sido siempre él, incapaz de caminar junto a los suyos cuando más lo necesitaron.

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MagistrUm
¿Y por qué miraste atrás? Podrías haber seguido adelante…