Almudena, cariño, ¿tienes libre el sábado? la voz de la suegra resonó por el auricular con esa ternura habitual que, en tres años, la joven había aprendido a reconocer al milímetro. Necesito que bajes los botes de conservas al sótano; ya no cabe nada en la terraza. Y el desván está hecho un desastre, pero no me alcanza para ordenarlo.
Claro, Doña María Teresa, llego por la mañana respondió Almudena, sonriendo mientras apretaba el teléfono contra su oreja y removía la sopa en la cazuela. ¿Llevo a Antonio?
¡Ay, no! Sabes que tiene un proyecto que no puede dejar. Mejor que se quede en casa a trabajar en silencio.
Así quedó pactado: Almudena cogería el autocar de nueve horas. Apagó la llamada y volvió a la cocina, tarareando una pegajosa melodía de anuncio. Por la ventana entraba una luz tenue; en el alféizar agonizaba un ficus que no lograba arrojar.
El sábado por la mañana se coló entre la muchedumbre del autocar, impregnado de gasolina y de algún pastelillo que alguien había llevado. Se sentó junto a la ventanilla, apoyó la cabeza contra el cristal frío. Al salir de la ciudad, los campos castellanos se extendían entre franjas de hayedos, y Almudena se quedó dormida al ritmo monótono del motor.
Despertó con un sacudón brusco y el grito indignado de algún pasajero. El autocar estaba tirado a un lado de la carretera, inclinado sobre su derecha. El conductor anunció que una rueda había reventado, la llanta de repuesto estaba podrida y tendrían que esperar el reemplazo desde la capital.
Al menos dos horas añadió, con los brazos abiertos. Puede que tres.
Los viajeros se agolparon, descendieron a la cuneta. Almudena se quedó allí diez minutos, luego, decidida, se acercó a la carretera y levantó la mano. Un tercer vehículo se detuvo: una desgastada SEAT León con un abuelo bonachón al volante.
¿Vienes a la ciudad? Sube, hija, te echo una mano.
Almudena saltó al asiento delantero y escribió a su suegra: «El bus se ha averiado a medio camino, regreso a casa; lo dejaremos para otro fin de semana». Lo envió. El teléfono sonó: mensaje entregado.
Cuarenta minutos después ya estaba frente al portal de su edificio de cinco plantas en el barrio de Vallecas. Subió tranquilamente al tercer piso.
Sacaró las llaves, giró el anillo, encontró la correcta y la introdujo en la cerradura. En ese instante el móvil vibró con urgencia. En la pantalla aparecía «María Teresa».
¿Almudena? exclamó la suegra, la voz quebrada. ¿Dónde estás? ¿Ya llegaste? ¿Ya estás en la casa de campo?
No, ya he escrito: el bus se ha averiado, he vuelto. Estoy en la puerta, ahora entro y
¡No entres!
Almudena quedó paralizada, la llave aún en la cerradura.
¿Qué? preguntó, temblorosa.
No entres a casa, ¿me oyes? No abras la puerta. Da la vuelta y ven a verme, ahora mismo, ¡urgente!
Doña María Teresa, ¿está bien? balbuceó Almudena, intentando contener la risa nerviosa. ¿Qué ocurre? Ya estoy a un paso
¡Almudena, te lo suplico! ¡Necesito tu ayuda aquí!
Pero la cerradura hizo clic. Almudena empujó la puerta y el tiempo pareció detenerse.
En el vestíbulo yacían calzados por doquier: sus bailarinas, las zapatillas de deporte de Antonio y unos tacones de charol con aguja. Un paraguas ajeno apoyado en el perchero. Un perfume empalagoso llenaba el aire, no era el suyo.
Al otro lado del salón se encontraba Antonio, en pantalones de chándal y camiseta, descalzo. En sus brazos, una mujer de cabellos oscuros, hombros estrechos y uñas pintadas de rojo, aferrada a su espalda.
Se besaban como si el mundo entero hubiese desaparecido. Antonio abrió los ojos primero. Al ver a su esposa en la entrada, su rostro se blanqueó; la sangre se retiró de su cara tan rápido que Almudena temió que se desmayara.
La mujer, de unos veinticinco años, con mirada de ciervo asustada, giró en un segundo, agarró su bolso, sus tacones, el paraguas y, atravesando la sala, dejó tras de sí una ola del perfume dulce mientras golpeaba los escalones con sus tacones y desaparecía.
Almudena seguía con el móvil pegado al oído.
¡Almudena! vociferaba la suegra. ¡Almudena, contéstame! ¿Entraste? ¡Almudena!
¿Cuántas veces? carraspeó Almudena.
¿Qué?
¿Cuántas veces me ha distraído, Doña María Teresa? Sus frascos, sus huertos, su desván ¿Cuántas veces ha protegido a su hijo? ¿Cuántas veces se ha reído a mis espaldas sabiendo que yo no conozco la verdad?
Silencio. Luego, un pitido. La suegra colgó sin más.
Almudena bajó lentamente el móvil, miró a su marido. Antonio permanecía inmóvil en el salón.
¿Entonces? preguntó con indiferencia. ¿Dirás algo?
Almudena, puedo explicarlo todo
Almudena estalló en una risa salvaje, histérica.
¿Explicarlo? ¿En serio? ¿De verdad vas a decir eso ahora?
No significaba nada ella
¿No? ¿Acaso cayó del cielo en tu cara?
Antonio dio un paso. Almudena retrocedió.
No te acerques. No lo hagas.
Escucha
No, tú escucha. se sorprendió a sí misma por la firmeza de su voz. Este piso es mío. Lo compré antes del matrimonio con la herencia de mi abuela. No eres nada aquí. Tienes quince minutos para recoger tus cosas y marcharte.
Almudena, hablemos
Catorce.
No puedes simplemente
Trece.
Él lo entendió. Por el rostro, la voz, la mirada, supo que Almudena no estaba bromeando. Corrió a su habitación, cerró los cajones del armario. Almudena, apoyada contra la pared del recibidor, contaba sus respiraciones. Inspirar, exhalar. No romperse. No ahora.
Doce minutos después Antonio salió con una mochila medio llena y una chaqueta bajo el brazo. Se detuvo en la puerta.
Las llaves dijo Almudena, sin emoción.
Él rebusó en los bolsillos, tiró el manojo sobre la mesita y se fue.
La puerta se cerró tras él con suavidad, casi sin ruido. Almudena esperó un minuto más, giró la cerradura dos veces, colgó una cadena y se dejó caer al suelo, sollozando.
El lunes presentó el divorcio. La tramitación fue rápida: sin hijos, bienes separados, sin reclamaciones. Solo una formalidad.
Antonio no volvió a llamar. Doña María Teresa tampoco. Como si nunca hubieran existido. Tres años de vida en común y, de pronto, silencio.
Una semana después Almudena se sentó en una cafetería del centro con su amiga Lucía, su confidente desde los años de universidad. Lucía, boquiabierta, dejó su latte en la mesa.
Espera ¿Entonces la suegra lo sabía? dio la vuelta a la cabeza. Te mandó al campo mientras él se quedó en pausa.
Exacto.
¡Qué horror!
Almudena esbozó una sonrisa torcida.
¿Sabes qué es lo más gracioso? Pensaba que ella era como una segunda madre. Creí que había encontrado una familia de verdad. Resultó ser un escenario. Ambos fingían desde el principio.
¿Desde el principio?
Piensa. Cuando nos conocimos ya vivía en mi propio piso, con trabajo estable y buen sueldo. Él tenía una habitación alquilada y mil curros. tomó un sorbo de café, amargo. No sé si alguna vez la amó. Tal vez lo hizo a su manera, pero nunca lo suficiente para no buscar a otras mujeres. Su madre necesitaba una nuera y una mano de obra: que cargara tarros, que labrara huertos, que ordenara cosas, mientras él se quedaba tranquilo.
Lucía apretó su mano sobre la mesa.
Lo siento, Almudena.
No lo lamentes. Perdí tres años, pero no voy a hundirme más. No voy a perder ni un día más con esas personas.
¿Y ahora?
Almudena terminó su café y dejó la taza en el platillo.
Ahora… vivir. Empezar de nuevo. Desde cero. Sin maridos falsos ni suegras falsas. Tengo mi piso, mi trabajo, mi vida. Eso basta.
Se levantó, se puso la chaqueta. Afuera, la lluvia caía fina y molesta. Pero Almudena sonreía. Lo malo quedó atrás. ¿Dolor? Sí. ¿Herida? Hasta los dientes crujen. Pero sobrevivirá. Esta historia es solo otra lección: dura, dolorosa, pero una lección.
Lucía la alcanzó en la salida.
Almudena, ¿estás segura?
Lo estaré. Dame tiempo y volveré a ser feliz.
Almudena se adentró bajo la lluvia y siguió su camino a casa. Allí la esperaba un nuevo proyecto: la receta de un pastel que había pospuesto tanto tiempo. Y pensamientos sobre un futuro que ahora construiría ella misma.







