Y además, existe el amor

**Diario de un hombre**

—Lucía, nos hemos equivocado de camino. Teníamos que seguir recto —exclamó Elena, impaciente.

—No, es por aquí —respondí con calma, internándome más en el bosque por una estrecha carretera de tierra.

—Debería haber un claro justo al salir de la carretera. Aquí no hay nada —observó Elena, mirando alrededor—. Vamos a dar la vuelta. Adrián, ¡para!

Seguí adelante, sin intención de detenerme. Elena notó que yo ya sabía que nos habíamos perdido. La pista se estrechaba cada vez más, con hierba creciendo entre las rodadas. El camino a la urbanización debería estar bien señalado, pero avanzábamos más y más hacia la espesura.

—¡Para! —repitió Elena, esta vez enfadada—. ¿Me escuchas?

—¿Y dónde quieres que pare? Aquí no cabe ni una moto. Voy a buscar un sitio para girar…

—Porque desde el principio había que retroceder. Eres terco como una mula. —Elena cruzó los brazos y miró al frente, mascullando—: Nunca acepta sus errores. ¿Tan difícil es?

Las ramas arañaban la carrocería, y las hojas secas caían sobre el capó. Por fin, detuve el coche. Dentro, el silencio se volvió opresivo.

—¿No podías parar antes? Por tu cabezonería estamos en medio de la nada. Menos mal que no hemos acabado en un barrizal.

—Ya te he dicho mil veces que no me distraigas mientras conduzco —repliqué, irritado.

Elena frunció el ceño. Giré la llave y empecé a retroceder con cuidado, evitando los árboles. Contuve la respiración mientras ella vigilaba por el retrovisor. Nos costó un buen rato salir de aquel lío, casi nos atascamos un par de veces. Al fin, volvimos a la carretera principal.

—¿Tanto costaba dar marcha atrás antes? —refunfuñó Elena, más calmada. Su enfado se disipó tan pronto como salimos del bosque.

—¿Siempre tienes que tener razón, verdad? No te das cuenta de que estás constantemente corrigiéndome. ¿Crees que me gusta? —Mi tono dejó claro el fastidio.

—¿Qué dices, Adrián? ¿No paraste por protesta? ¿Y eso te alivia? Pues te has equivocado. ¿Qué hacemos? ¿Seguimos o nos quedamos aquí? Ya hemos perdido demasiado tiempo por tu culpa. —El mal humor se instaló definitivamente. El dolor de cabeza no ayudaba.

Últimamente, las peleas eran frecuentes. ¿Era el roce natural de la convivencia o el principio del fin? Las ilusiones se habían desvanecido, y ahora solo veíamos nuestros defectos. Las discusiones surgían por nimiedades, pero como dice el refrán, la vida está hecha de pequeños detalles.

—Otra vez dando órdenes. Ni siquiera te das cuenta —repliqué.

—No doy órdenes. Bueno, pues entonces nos quedamos aquí. Ya no quiero seguir. —Elena se acomodó en el asiento, cerró los ojos y dejó claro que no pensaba seguir la discusión.

Todo había empezado tan bien… Nos conocimos en la playa de Marbella. Su amiga se había ido a cambiarse, y el sol quemaba su piel clara. Solo estaba yo, bronceado por el surf. Me vio y se acercó con un bote de crema.

—¿Me ayudas? No llego a la espalda.

Sonreí y acepté el bote. Al extender la crema sobre su piel, sentí un escalofrío recorrerla. Más tarde me confesó que en ese momento se enamoró.

Después, paseamos. La acompañé a casa y la besé. Desde entonces, no nos separamos. Su temperamento explosivo me atraía, un contraste con su carácter tranquilo.

Al mes, tras una pelea con sus padres, se mudó conmigo. La pasión, la novedad… Elena creía que siempre sería así. Nadie le hubiera hecho creer que un año después discutiríamos por tonterías.

Pero nadie es perfecto, ni el amor está libre de conflictos. Las ilusiones se apagaron y empezamos a ver lo que antes ignorábamos. Y ahora este viaje.

Elena no quería venir. Se sentía incómoda con mis amigos. Solo había estado una vez en esa casa, en Nochevieja. Recordaba el claro entre los árboles justo al desviarse de la carretera.

Yo tampoco hablaba, golpeteando el volante con impaciencia.

—Deja de hacer eso —pidió ella.

Sentí su mirada, pero mantuve los ojos cerrados. Encendí el motor y, aprovechando un hueco, volví a la carretera.

—Bueno, señora GPS, dime el siguiente giro —dije minutos después.

Elena abrió los ojos y miró alrededor.

—Creo que nos lo hemos pasado —dijo, avergonzada.

—Ah, ¿y ahora la culpa es mía? Podrías haberme avisado. —Mi tono fue reprobatorio—. ¿Y ahora qué?

—Para aquí.

Esta vez obedecí. Un Audi pasó pitando, indignado.

—No vayamos —propuso Elena de pronto.

—¿Por qué? —pregunté, sorprendido.

—Esto no me gusta. No va bien.

—Siempre con tus dramas. Ya casi hemos llegado, ¿y ahora quieres volver? No seas tonta. ¿Qué haces? —exclamé al ver que abría la puerta.

—No pienso seguir. No quiero pelear más. Tú sigue, tus amigos te esperan —dijo con sarcasmo, saliendo del coche.

—Elena, basta. Vuelve aquí. Si no querías venir, lo podías decir antes.

—¡Ya lo dije! —replicó, alejándose.

Salí y la alcancé.

—¿Adónde vas? Esto es peligroso. Vuelve al coche. —La tomé del brazo.

—Tus amigos te esperan. Sigue. Yo cogeré un autobús. —Se soltó bruscamente.

—Última oportunidad. Vuelve al coche.

Ella miró la carretera sin responder.

—Como quieras. —Me di la vuelta y me subí al coche.

El motor rugió. Elena no creía que me iría. Pero el coche la rebasó y se perdió en la distancia. Esperó, pero no volví.

Cruzó la carretera y empezó a caminar, haciendo autoestop. La lluvia empezó a caer.

Un coche frenó. Pensó que era yo, pero un hombre extranjero le ofreció llevarla. Dudó al ver a otro en el asiento trasero.

—Perdón, espero a mi marido.

Se alejó casi corriendo. El coche la siguió un momento antes de marcharse. Empapada y tiritando, seguía mirando atrás, esperando.

—¿Cómo pude dejarla? —me repetía mientras el coche se adentraba por caminos perdidos. La batería del móvil murió. Una anciana en una aldea me ofreció té.

—Por tu terquedad, perderás lo que ni siquiera sabes que tienes —dijo.

No le hice caso… hasta que mencionó el embarazo.

Corrí de vuelta. La encontré en casa, envuelta en una manta.

—Elena… Soy un idiota. Perdóname. —La abracé, besándole la cara—. No sabía lo del bebé.

Ella lloró, pero esta vez de alivio.

—Te quiero —susurró.

**Lección aprendida:** El orgullo es el peor consejero. A veces, lo que parece un pequeño error puede costarnos todo. Por suerte, todavía hubo tiempo de arreglarlo. Hoy, nuestro hijo Pedro ríe cada vez que recuerda esta historia. Y yo, más sabio, aprendí a escuchar.

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MagistrUm
Y además, existe el amor