«Vuelve del trabajo y encuentra su hogar ocupado»

Alejandro regresó de Alemania a su Valladolid natal al caer la noche. Como siempre, lo primero fue visitar a su madre. Carmen lo abrazó con fuerza:

—¡Cuánto tiempo sin verte, hijo! ¡Me hacías falta! ¿Y qué, bien pagado el trabajo allá?

—Lo de siempre —respondió él con media sonrisa—. Mientras viajaba, pensé: ¿para qué alquilar piso ajeno si apenas estoy en casa? Mejor pagar el mío, aunque sea a plazos.

—Tienes razón —asintió Carmen—. Ya tienes veintisiete; hora de formar familia. Y luego, niños. Sin techo propio, no hay futuro.

Dos meses después, Alejandro compró un piso de una habitación en una urbanización nueva, lo amuebló a su gusto y, por precaución, dejó una copia de las llaves a su madre antes de marcharse otra vez al extranjero.

Pero apenas cruzó la frontera, Carmen entregó las llaves a su hija mayor, Lucía. Ella, dos años mayor que Alejandro, nunca tuvo un trabajo estable, vivía endeudada y soñaba con un príncipe azul que la sacara de apuros.

—Que esté un tiempo, ahorre y se organice —pensó Carmen—. ¿Qué mal hay?

Pero se equivocó. En cuatro meses, Lucía no solo no mejoró su situación, sino que acumuló más deudas. Cuando llegó la hora de devolver el piso, cambió la cerradura. Así, ni Alejandro ni nadie podría echarla.

Al regresar, Alejandro intentó abrir la puerta, pero la llave no giraba. No daba crédito.

—¿Pero qué demonios…? —murmuró, y fue directo a casa de su madre.

Ella, nerviosa, admitió que había dejado a Lucía entrar, pero juró no saber lo de la cerradura. Alejandro estalló:

—Una cosa es dejarla quedarse sin avisarme, ¿pero cambiar la cerradura? ¿Y no piensa irse?

—Le ofrecí que viniera conmigo —se excusó Carmen—, pero dijo que no…

Al día siguiente, Alejandro llamó a la policía. Abrieron la puerta. No denunció a su hermana, pero la discusión fue brutal.

—Podrías quedarte con mamá —dijo Lucía con frialdad—. Total, pronto te irás otra vez. Yo necesito mi espacio.

—No compré el piso para eso —cortó él—. Lleva a tus pretendientes a un alquiler. Consigue trabajo y paga tus deudas.

—¡Ay, qué gracioso! ¡Primero cásate tú, iluso!

Lucía recogió sus cosas y se marchó. La relación entre ellos se rompió para siempre. Alejandro no lo lamentó; hacía tiempo que sabía que Lucía solo quería dinero de la familia.

Pasaron meses. Carmen tenía una huerta en las afueras, y Alejandro, de vacaciones, fue a ayudarla. Allí, para su sorpresa, se topó con Lucía.

—Hola, hermanito —dijo con sorna—. ¿Remordimiento? ¿O solo viniste a cavar patatas?

—Mejor dime, ¿qué haces aquí? ¿Otra vez necesitas dinero?

—Mamá me compró un piso —afirmó sin pestañear—. Por todo lo que he hecho por ella.

—¿¡Qué!? ¿Qué piso?

—Uno de dos habitaciones, nuevo, amueblado. A plazos. A su nombre.

Alejandro palideció. Recordó los años de trabajo duro en el extranjero, lo que había ahorrado para la entrada… ¿Y a ella se lo daban en bandeja?

No dijo nada. Terminó de ayudar y se fue, con el corazón encogido.

Una semana después, Lucía le escribió: la puerta del balcón se había roto y quería que la arreglara. Alejandro aceptó, curioso por ver su “palacio”. El piso era normal, nada especial.

—El mecanismo está dañado —diagnosticó—. Hay que pedir un repuesto.

—Pídelo tú. Y que mamá pague —respondió Lucía, indiferente.

—¿¡Estás burlándote!? ¿Ella te compra el piso, lo amuebla, y ni siquiera pagas esto?

—Solo me envidias. Mamá me quiere más. ¡Y ahora márchate!

Alejandro salió en silencio. Ese mismo día, bloqueó su número. No quería más llamadas ni encuentros.

—Que vivan como quieran —decidió—. Yo sé cuál es mi lugar. Y nunca más dejaré llaves a nadie.

**Moraleja:** La familia es un refugio, pero no todos merecen entrar. A veces, poner límites es la única forma de proteger lo que con tanto esfuerzo construimos.

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