Voy todos los días a la escuela de mis nietos

Todos los días camino hasta el colegio de mis nietos. No soy profesor ni empleado, solo un abuelo con bastón y un corazón que no puede quedarse quieto cuando su nieto necesita apoyo.

Me llamo Roberto y lo hago por Matías: mi orgullo, mi alegría, mi razón de vivir.

La primera vez que lo vi solo, estaba sentado en un banco bajo un jacarandá. Los otros niños corrían, reían y jugaban al fútbol. Él solo miraba, con las manos en las rodillas y una mirada de quien quiere pertenecer pero no sabe cómo.

Cuando lo recogí ese día, le pregunté:
¿Por qué no juegas con tus compañeros?
Se encogió de hombros.
No quieren, abuelo. Dicen que soy lento y no entiendo las reglas.

No pude dormir esa noche.

A la mañana siguiente, hablé con la directora.
Señora Mónica, me gustaría pedir un permiso especial. Quiero acompañar a Matías durante el recreo.
Me miró con dulzura.
Don Roberto, entiendo su preocupación, pero
No hay “peros”. Este niño es mi vida. Si el colegio no puede hacer que se sienta incluido, lo haré yo.

Desde entonces, todos los días a las diez y media, cruzo la puerta azul del patio. Al principio, los niños me miraban con curiosidad: un anciano con sombrero de paja y bastón entre ellos. Matías se avergonzaba.
Abuelo, no hace falta que vengas.
¿Vergüenza de qué? ¿De que tu abuelo te quiera?

Empezamos poco a poco. Jugamos al dominó, luego a las damas. Matías se ríe cuando finjo no ver sus pequeñas trampas.

Un día, un niño se acercó.
¿Qué juegan? preguntó.
El juego del molino respondí. ¿Quieres unirte?
Se llamaba Diego. Tenía seis años y le faltaban los dientes de adelante, pero su sonrisa iluminaba el patio. Matías le explicó las reglas con paciencia.

Al día siguiente, Diego volvió con su amiga Lucía. Desde entonces, nuestro rincón se convirtió en un lugar de encuentro, lleno de risas y amistad. Trajeron una comba y acabamos organizando un pequeño concurso. Matías no saltaba rápido, pero los otros adaptaron el ritmo.
¡Vamos, Mati, tú puedes! gritaba Lucía.
¡Cinco saltos! ¡Nuevo récord! celebraba Diego.

Yo los miraba con los ojos húmedos y el corazón contento.

Un día, el profesor de educación física se acercó.
Don Roberto, lo que hace es extraordinario.
Solo soy un abuelo que quiere a su nieto respondí.
No dijo él sonriendo. Esto nos enseña algo que a veces olvidamos: que todos merecen un lugar, sin importar su ritmo.

Han pasado tres meses. Sigo yendo. Pero ya no porque Matías esté solo. Voy porque ahora me esperan ocho o nueve niños que gritan “¡Abuelo Rober!” cuando entro por la puerta. Porque mi nieto tiene amigos que lo invitan, lo protegen y lo comprenden.

Esta mañana, mientras jugábamos al escondite, Matías me abrazó fuerte.
Gracias, abuelo.
¿Por qué, mi niño?
Por no dejarme solo. Por enseñarme que está bien ser diferente.

Me arrodillé frente a él y le dije:
Matías, tú me has enseñado a mí. Que el amor nunca se cansa, que nunca es tarde para cambiar algo, y que la verdadera valentía es estar ahí cuando alguien te necesita.

Sonó el timbre. Los niños corrieron hacia sus filas. Matías ya no camina con la cabeza baja.

Volveré mañana. Y pasado también. Porque ser abuelo no es solo cuidar, sino construir puentes y recordarle al mundo que nadie, absolutamente nadie, debe estar solo en el patio de la vida.

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