Voy al colegio de mi nieto todos los días para estar con él.

Voy al colegio de mi nieto todos los días. No soy ni profesor ni conserje, solo un abuelo con un bastón y un corazón que no sabe quedarse en casa. Me llamo Antonio, y lo hago por Pablo, mi nieto, mi orgullo, mi luz.

La primera vez que lo vi solo, estaba sentado en el banco bajo el jacarandá. Los demás niños corrían, reían y jugaban al balón. Él se quedaba allí, con las manos sobre las rodillas, la mirada perdida, como un niño que quiere pertenecer a ese mundo pero no sabe cómo.

Cuando lo llevé a casa ese día, le pregunté:
¿Por qué no juegas con los otros?
Encogió los hombros.
No quieren, abuelo. Dicen que soy lento, que no entiendo las reglas.

Esa noche apenas dormí. A la mañana siguiente, fui a ver a la directora.
Señora Marta, quisiera un permiso especial. Me gustaría estar con Pablo durante los recreos.
Me miró con ternura.
Don Antonio, entiendo su preocupación, pero…
No hay “peros”. Ese niño es mi vida. Si no se siente incluido, yo me encargaré de que lo esté.

Desde entonces, cada mañana a las diez y media, cruzo la puerta azul del patio. Al principio, los niños me miraban con curiosidad. Un anciano con sombrero de paja y bastón, en medio de sus juegos. Pablo se avergonzaba.
Abuelo, no tienes por qué venir.
¿Avergonzado de qué? ¿De tener un abuelo que te quiere?

Empezamos poco a poco. Le llevé un viejo juego de dominó. Luego, las damas. Se reía cuando fingía no ver sus pequeñas trampas. Un día, un niño se acercó.
¿A qué jugáis? preguntó.
A las damas respondí. ¿Quieres jugar con nosotros?

Se llamaba Javier. Tenía seis años, una sonrisa grande y dos dientes menos. Pablo le explicó las reglas con paciencia. Al día siguiente, Javier volvió, esta vez con su amiga Lucía. Y así, poco a poco, nuestro banco se convirtió en un lugar de risas y amistad.

Llevé una cuerda para saltar. Organizamos pequeños concursos. Pablo no podía saltar rápido, así que los otros niños bajaron el ritmo por él.
¡Vamos, Pablito, tú puedes! gritó Lucía.
¡Cinco saltos! ¡Nuevo récord! exclamó Javier.

Y yo los miraba, con el corazón lleno de gratitud.

Una tarde, la profesora de educación física se acercó.
Don Antonio, lo que hace es maravilloso.
No hago nada extraordinario respondí. Solo soy un abuelo que quiere a su nieto.
No dijo sonriendo, les está enseñando algo que a veces olvidamos: que todos merecen un lugar, sin importar su velocidad.

Han pasado tres meses. Sigo yendo. Pero ya no porque él esté solo. Voy porque ahora, ocho o nueve niños me esperan, gritando “¡Abuelo Antonio!” en cuanto entro en el patio. Porque Pablo tiene amigos que lo invitan, lo defienden y lo entienden.

Esta mañana, mientras jugábamos al escondite, me abrazó fuerte.
Gracias, abuelo.
¿Por qué, niño?
Por no dejarme solo. Por enseñarme que está bien ser diferente.

Me arrodillé frente a él.
Pablo, tú me has enseñado que el amor no se cansa, que nunca es tarde para marcar la diferencia, y que el verdadero valor está en estar ahí cuando alguien te necesita.

Sonó el timbre. Los niños volvieron a clase. Pablo ya no camina con la cabeza baja.

Mañana volveré. Y pasado también. Porque ser abuelo no es solo cuidar, es tender puentes y recordarle al mundo que nadie, absolutamente nadie, debería estar solo en el patio de la vida.

Rate article
MagistrUm
Voy al colegio de mi nieto todos los días para estar con él.