Volvió para Siempre
Cuando su madre decidió casarse de nuevo, Lucía no puso objeciones. Le caía bien el novio de su madre, un hombre calmado y equilibrado llamado Javier, que siempre había sido amable con ella. Además, trataba a su madre con ternura y dedicación. Todo parecía perfecto, pero la adolescente de quince años tenía una condición:
—Mamá, no me opongo a que te cases. Al tío Javier lo conozco, es buena gente, y además estarás acompañada cuando yo me vaya a la universidad. Pero me iré a vivir con la abuela. Me mudaré a la ciudad con ella.
—¿Cómo que con la abuela? ¿A la ciudad? ¡Si solo tienes quince años! Eres menor de edad, ¿cómo voy a dejarte sin supervisión? —su madre se negaba rotundamente.
—Mamá, no estaré sin supervisión. La abuela me cuidará, igual que te crió a ti sola. Si tanto te preocupa, ella velará por mí —insistió Lucía—. Además, ya hablé con ella por teléfono, y está encantada de que vaya a vivir con ella.
—Ya veo. Así que decidisteis todo a mis espaldas —dijo su madre, entre decepcionada y dolida.
—Mamá, créeme, será lo mejor para todos. Aunque el tío Javier es un hombre decente, para mí sigue siendo un desconocido.
Su madre suspiró y reflexionó, pero en ese momento sonó su teléfono. Era su abuela, Carmen María.
—Hola, hija, ¿ya hablasteis del traslado de Lucía? Creo que estará mejor conmigo. Sabes lo mucho que adoro a mi nieta, ¿de verdad piensas que no podré cuidar de una chica casi adulta?
—Sí, mamá, sé que la quieres, pero entiende… el corazón de una madre…
—Todo irá bien, no te preocupes, hija. Si pude conmigo y contigo, Lucía y yo nos entenderemos perfectamente. Yo me ocuparé de ella.
Terminada la llamada, Lucía, mientras hacía las maletas, le dijo alegre:
—Mamá, no te agobies, ¡todo saldrá genial!
Carmen María no era una anciana frágil, sino una mujer lúcida, antigua profesora de matemáticas. Eso sí, Lucía tenía un carácter fuerte. A veces discutían por tonterías, pero Carmen María era sabia. Nunca permitía que los desacuerdos escalaran.
Si por la mañana se enfadaban, por la noche la abuela entraba en la habitación de su nieta, le acariciaba el pelo rizado y le contaba cuentos o historias inventadas. Lucía se relajaba, sonreía y se dormía, olvidando el enfado. Otras veces era ella quien daba el primer paso, reconociendo su error y disculpándose. Entonces compraba los turrones favoritos de su abuela, tomaban chocolate caliente y la paz volvía. Así vivieron hasta que a Lucía le llegó la hora de marcharse.
Se licenció en la misma ciudad, encontró trabajo, pero el sueldo era bajo. Un compañero le habló de una gran empresa en Andalucía, con buenos jefes, ambiente agradable y un salario decente.
—Abuela, no te enfades y entiéndeme. Me voy lejos, pero seguiremos en contacto.
—Lucita —murmuraba la abuela, acariciándole el pelo—, ¿de verdad tienes que irte tan lejos? ¿No hay nada aquí para ti?
—Abuela, ya he trabajado aquí —respondió la joven—. ¿Y qué? Primero fue un periodo de prueba, luego me contrataron como auxiliar con un sueldo de trescientos euros.
—Pero acabas de terminar la carrera, no tienes experiencia. Así empieza todo el mundo. No hace falta irse tan lejos; donde naciste, es donde debes quedarte —intentó convencerla Carmen María.
Pero Lucía fue inflexible. Tomó su decisión y la cumplió. Quería un buen trabajo y más dinero, y lo quería ya. Hizo las maletas y se marchó.
En Andalucía, la suerte le sonrió. Consiguió un buen puesto con un sueldo decente, incluso le dieron una residencia, así que no tuvo que alquilar piso. Al cobrar su primer sueldo, se sintió eufórica. Después del trabajo, entró en una tienda y compró dulces, incluso los turrones que tanto le gustaban a su abuela. Esa noche, sentada sola tomando chocolate, la invadió una tristeza profunda al pensar que no tenía con quién compartirlos. Los turrones quedaron olvidados en el frutero.
Pasó el tiempo. Hablaba casi a diario con su madre y su abuela, todo iba bien. Lucía ahorraba, no malgastaba, quería comprarse un coche. O al menos pedir un préstamo y poner algo de su parte. Pero como dice el refrán, el hombre propone y Dios dispone…
Un día, su madre la llamó para decirle que Carmen María había fallecido.
—¿Cómo, mamá? ¿Qué pasó? —preguntó entre lágrimas.
—El corazón, cariño. Tenía problemas cardíacos, pero nunca se quejó. Lo sabía, pero no imaginé que sería tan pronto.
Para Lucía fue un golpe devastador. En el taxi, las lágrimas le rodaban por las mejillas.
—¿Se encuentra bien? ¿Necesita algo? —preguntó el conductor.
—No, gracias. No hay nada que pueda hacer —respondió, sabiendo que pronto podría desahogarse en casa, pero incapaz de contener el llanto.
—¿Cómo pudo pasar? —pensaba, angustiada—. Llegué tarde al funeral por la niebla, el avión se retrasó… No pude despedirme de ella.
Lucía se quedó frente a la puerta del piso que ahora era suyo. Carmen María le había traspasado la propiedad en vida. Dudó antes de abrir, pero al final entró. Dentro, un silencio denso la envolvió.
—Tal vez debería venderlo —pensó, sentándose en su sillón favorito.
Recordó cómo su abuela solía recibirla:
—Lucita, lávate las manos, voy a poner el chocolate…
Eso era antes. Ahora, el silencio la oprimía tanto que se tapó los oídos. Tras un rato, se recompuso y empezó a pensar qué haría. Miró una foto en la mesita: Carmen María y ella, sonrientes. Hubo un tiempo así.
De pronto, un sonido leve la sobresaltó. Quiso salir corriendo, pero entonces vio un rostro pelirrojo asomando por la puerta del armario.
—¡Ay! ¿Quién eres tú? —preguntó, sorprendida, cuando el gato salió completamente.
Recordó que su abuela le había contado que lo recogió de la calle en mayo, por eso lo llamó Maya.
—¡Maya! —exclamó, y el gato se frotó contra sus piernas antes de dirigirse a la cocina, mirándola como si la invitara a seguir—. Ah, tienes hambre.
Lucía se preguntó cómo había sobrevivido el gato solo, hasta que oyó un maullido débil. Maya saltó al armario y sacó a dos cachorros pelirrojos y desgarbados.
—Dios mío —murmuró Lucía—. ¡Una familia entera!
Maya se tumbó junto a ellos para amamantarlos.
—¿Y ahora qué hago con vosotros?
No sabía nada de cuidar gatos, menos aún crías. Buscó en internet el número de una clínica veterinaria y llamó.
Poco después, sonó el timbre.
—Buenas tardes, ¿llamaron por una mascota?
En la puerta había un joven amable, algo mayor que ella.
—Sí, pase —dijo, llevándolo a la habitación—. Aquí están.
—¿Qué ocurrió? Me llamo David —dijo él.
—Han nacido… los gatitos —respondió Lucía.
—Eso veo. ¿Necesitan