Volvió para quedarse

Cuando mamá decidió casarse de nuevo, Lucía no puso ninguna objeción. Le caía bien el novio de su madre, un hombre tranquilo y equilibrado llamado Javier, que siempre se portaba bien con ella. Con mamá era cariñoso y atento. Todo iba sobre ruedas, pero la joven de quince años puso una condición:

—Mamá, no me importa que te cases, sobre todo porque don Javier es buena persona. Estarás menos sola, ya que tarde o temprano me iré a la universidad. Pero quiero mudarme con la abuela.

—¿Cómo que con la abuela? ¿A Madrid? ¡Pero si solo tienes quince años! No eres mayor de edad, ¿cómo voy a dejarte sin supervisión? —su madre se opuso rotundamente.

—Mamá, no estaré sin supervisión. Viviré con la abuela. Si ella te crió a ti sola, también podrá cuidar de mí. Ya hablé con ella y está encantada de que me vaya a vivir con ella —insistió Lucía—. Además, don Javier puede ser buena gente, pero para mí sigue siendo un hombre ajeno.

Su madre suspiró y se quedó pensativa. En ese momento, sonó el teléfono. Era la abuela, Carmen Fernández.

—Hola, hija. ¿Habéis hablado ya del asunto? Creo que Lucía estará mejor conmigo. Sabes que adoro a mi nieta, ¿verdad? ¿Acaso no podré cuidar de una chica casi adulta?

—Sí, mamá, sé que la adoras, pero ya sabes… el corazón de una madre…

—Todo irá bien, no te preocupes. Si pude contigo, también podré con Lucía.

Al terminar la llamada, Lucía, ya haciendo las maletas, dijo alegre:

—¡No te preocupes, mamá! ¡Todo saldrá genial!

Carmen no era una anciana frágil, sino una mujer lúcida, antigua profesora de matemáticas. Aunque Lucía tenía un carácter fuerte, su abuela era sabia. Si discutían, nunca dejaba que la situación escalara.

A veces, tras una riña, Carmen entraba en la habitación de su nieta al anochecer, le acariciaba el pelo rizado y le contaba cuentos o historias divertidas. Lucía sonreía y se dormía, olvidando su enfado. Otras veces, era ella quien daba el primer paso, reconociendo su error y disculpándose con regalos: las galletas favoritas de su abuela. Tomaban chocolate caliente juntas y la paz volvía.

Así vivieron hasta que Lucía decidió marcharse. Se había licenciado en Madrid, pero el sueldo era bajo. Unos compañeros le hablaron de una gran empresa en Barcelona, con buenos jefes y un salario decente.

—Abuela, no te enfades. Me voy lejos, pero seguiremos en contacto.

—Cariño —dijo Carmen, acariciándole el pelo—, ¿de verdad tienes que irte tan lejos? ¿No hay nada aquí?

—Abuela, ya he trabajado aquí. Primero fue periodo de prueba, luego me contrataron como auxiliar por mil euros al mes.

—Todos empiezan así. La experiencia lleva tiempo. “Allá donde fueres, haz lo que vieres” —intentó convencerla.

Pero Lucía era testaruda. Quería un buen trabajo y dinero, ya. Hizo las maletas y se fue.

En Barcelona, la suerte le sonrió. Consiguió un buen puesto, con un sueldo decente y hasta un piso compartido. La primera nómina la llenó de alegría. Fue a una tienda y compró golosinas, incluso las magdalenas que tanto le gustaban a su abuela. Esa noche, tomando chocolate sola, la invadió una tristeza profunda.

Pasó el tiempo. Hablaba casi a diario con su madre y su abuela. Todo iba bien. Ahorraba para un coche, pero como dice el refrán: “El hombre propone y Dios dispone”.

Un día, su madre la llamó para decirle que Carmen había fallecido.

—¿Qué? ¡No puede ser! —gritó Lucía entre lágrimas—. ¿Qué pasó?

—El corazón, hija. Tenía problemas, pero nunca se quejó.

Lucía, destrozada, tomó un taxi mientras las lágrimas le caían por la cara.

—¿Se encuentra bien? ¿Necesita algo? —preguntó el taxista.

—No, gracias —respondió, sabiendo que el llanto no remediaría nada.

Llegó tarde al funeral por la niebla. No pudo despedirse. Ahora, frente al piso que ahora era suyo —Carmen le había dejado la propiedad—, dudó antes de abrir. Dentro, el silencio era ensordecedor.

—Quizá deba venderlo —pensó, sentándose en su sillón favorito.

Recordaba cómo su abuela solía decir:

—Lucía, lávate las manos, voy a poner el chocolate…

Eso era cosa del pasado. Ahora solo había silencio. Hasta que un leve maullido la sobresaltó.

—¡Ay! ¿Quién eres tú? —preguntó al ver asomar un hocico anaranjado del armario.

Recordó entonces que su abuela le había contado sobre un gato callejero que adoptó en mayo.

—¡Maya! —exclamó. El gato se frotó contra sus piernas y la guió a la cocina, como pidiendo comida—. Claro, tienes hambre.

Pero entonces escuchó otro maullido. Maya saltó al armario y sacó dos gatitos desgarbados.

—¡Vaya! ¡Tienes toda una familia! —Lucía no sabía nada de gatos, así que llamó a un veterinario.

Poco después, llamaron a la puerta.

—Buenas tardes. ¿Han llamado por una visita a domicilio?

Era un joven agradable, algo mayor que ella.

—Sí, pase —dijo, señalando a los gatos—. Esto acaba de pasar.

—¿Qué ocurre? Me llamo Daniel —dijo él.

—Pues que acaban de nacer estos gatitos —respondió Lucía, explicando lo de su abuela.

Daniel le enseñó a cuidarlos, incluso ayudó a preparar un lugar cálido. Antes de irse, le dejó su número. Al día siguiente, la llamó.

—¿Cómo están los felinos? ¿Puedo pasar esta tarde a echar un vistazo?

—Claro —aceptó Lucía.

Esa noche, pase

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