Volví sin pensarlo

La bella Lucía Mendoza se casaba. En la universidad todos pensaban que la guapa compañera de clase sería la primera en tomar el velo. Pero su elegido resultó ser su profesor, un doctor en filología, casado desde hacía años y con un matrimonio desgastado. Aunque eso, ¿a quién le ha detenido nunca? Por suerte, solo había treinta años de diferencia, algo totalmente aceptable.

—¡Te has tragado toda la basura de internet! —rugía la abuela de Lucía—. ¡Mira lo que se te ocurre! ¡Es mayor que tu padre!

—¿Y qué? —replicaba la nieta, halagada por la atención del profesor—. ¡Hoy en día eso está de moda!

—¡Precisamente por eso! ¿Por qué no te haces un tatuaje en la cara también, ya que está de moda? ¡Pon en tu frente “TONTORRA” en letras grandes, te quedará genial!

—¡Pues lo haré! —se reía Lucía—. Mañana mismo, justo para la boda.

“Es verdad lo que dicen: esta es la generación perdida”, pensaba con tristeza Carmen Martínez, observando a su nieta girar frente al espejo. “No queda nada sagrado.”

—¡Fuiste a su casa! ¡Tomaste el té allí! —intentaba apelar a su conciencia la abuela—. ¡Conociste a su esposa! ¿No te da vergüenza?

—¿Por qué debería darme vergüenza? ¿Acaso tengo la culpa de que se enamorara de mí? ¡Y fui porque es normal ayudar a los estudiantes con su tesis!

—¡Claro, ayudar con la tesis! ¡Terminas y te vas en paz! Pero tú saltaste directo a su ca…ma. ¡Matrimonial, por cierto!

—Eres un plomo, abuela Carmen —concluyó Lucía—. ¡Vives en la edad de piedra! ¡Ahora toca innovar!

—¿Y acostarte con un hombre casado es innovación? Te decepcionaré: ¡eso tiene otro nombre! —elevó la voz Carmen—. ¡Y no me digas que lo amas, porque no te creo ni un segundo!

Lucía bufó y se encerró en su cuarto. Al día siguiente, el profesor, enamorado perdido, la invitaba como acompañante al aniversario de un colega. Sería su primera aparición pública juntos: ¡había que empezar algún día!

Ya vivían juntos en un piso alquilado. El profesor había dejado a su mujer y pedido el divorcio. Ahora, Lucía buscaba el vestido perfecto para la ocasión.

Al día siguiente, en la cafetería, los profesores y catedráticos se quedaron de piedra al ver a la radiante Lucía junto al calvo Don Emilio Herrera.

Sobre todo sus esposas, todas amigas de su exmujer, Adela.

Las señoras bien vestidas intercambiaban miradas. “Vaya número. ¿Será su hija?”

Pero Lucía dejaba las cosas claras: sonrisas provocadoras y una mano posada en el muslo del profesor. Demasiado atrevido para ser su hija.

Y Don Emilio no veía nada. Estaba feliz. ¡Había perdido la cabeza por amor!

Eso se llama “el diablo en costilla”: sabes que no está bien. Que no se hace. Que es una traición. Pero todo sucede contra tu voluntad, como bajo un hechizo.

Empezó el baile, y no soltaba a su amada. Era perfecto: la penumbra, la música nostálgica, y a su lado, esa juventud despreocupada, llena de encanto y deseo.

Hasta que el hijo del homenajeado invitó a Lucía a un lento. Y mientras Don Emilio los observaba —¿por qué bailaban tan pegados?—, un colega se acercó y le soltó:

—¿Y qué piensas hacer con ella? ¿Qué te aporta? ¿Lecciones de vida o respeto por las tradiciones?

—¿Cómo? —se sorprendió el profesor, esperando solo halagos hacia su nueva pareja.

—¡Literal! Es una tonta de capirote. Tiene mirada de vaca. ¿Y a Adela la cambiaste por esto?

“¡Es envidia!”, pensó Don Emilio. “¡Cómo no, con una chica así a su lado! Sus mujeres ya no son lo que eran. Y la mía es un melocotón maduro, ¡y es mío!”

Quedó claro que sus amigos no aprobaban su nueva relación.

“Pues al diablo con ellos”, decidió. “Ahora tengo una vida emocionante.”

La música se animó, y la pareja empezó a saltar y girar. La falda corta de Lucía se levantó, dejando poco a la imaginación. Vaya tanga.

La cosa se desmadró. Las mujeres se indignaron. Don Emilio supo que era hora de irse antes de que empezaran los golpes.

Tomó a Lucía —”¡Quiero seguir bailando!”— y la sacó del local. “En casa seguirás.”

Y entonces, por primera vez, dudó. ¿Se había precipitado? ¿No debió pedir el divorcio tan rápido?

Adela jamás habría hecho algo así, aunque en su juventud fue igual de hermosa.

Pero él, “honrado”, ya lo había confesado todo: “Me enamoré, me voy, perdóname. Todo es tuyo.”

Y ella, inteligente y discreta —ya enterada por sus “amigos”— lo dejó ir.

Pero la risa de Lucía, algo achispada, lo sacó de sus pensamientos. ¡Esa era su felicidad! ¡Y no era tonta! ¡Las vacas, por cierto, tienen ojos preciosos!

Los días pasaron. Don Emilio trabajaba sin descanso. Lucía, ya graduada y sin empleo, esperaba en casa. “Podemos permitírnoslo, cariño.”

¿Qué mal había en eso?

A Don Emilio le repelía lo de “cariño”, pero no protestaba. ¿Y si se iba?

Su vida cambió por completo. Lucía, aburrida en casa, exigía salir.

Y él, ya pasados los cincuenta, solo quería tumbarse en el sofá. Le esperaban noches intensas, donde debía estar a la altura.

Pero no. Tenía que fingir energía: cafés —Lucía no cocinaba—, paseos nocturnos, incluso la pista de hielo. “Cariño, ¡yo te enseño!”

Su barriga dificultaba atarse los patines. Le faltaba el aire, el sudor perlaba su labio superior.

Y una idea rondaba su mente: “No quiero morir antes de tiempo. ¿Cómo estará Adela…?”

Sí, pensaba cada vez más en su exmujer. Se acercaba el divorcio.

Ni Adela ni sus hijos hablaban con él. Lo habían borrado. Al principio, le dio igual.

Cada uno con su vida.

Faltaban dos días para el divorcio cuando, al volver a casa, no encontró a Lucía.

Como en el poema: “Me desperté, y mi gatita no estaba. Ni sus cosas, ni una nota.”

Luego llegó el SMS: “Me voy con Javier. Perdón.”

Javier, el hijo de su colega, ese treintañero prometedor en inteligencia artificial, con quien Lucía había bailado tan… entusiastamente.

A Don Emilio lo habían descartado. Usado, exprimido y escupido. Un trampolín hacia algo mejor.

Aturdido, se dejó caer en el sofá, en el hueco que Lucía había dejado. No lo esperaba. Como la Inquisición.

Era el karma. La respuesta justa. “Te lo mereces, goloso.”

Minutos después, aún atontado, solo pensaba en tonterías.

“Menos mal que no compré el traje de boda.”

“Debo perder barriga. Los patines no cierran.”

Y entonces, un alivio inesperado: ¡ya no necesitaría patines!

Eso pesó más que la pena.

Llamó a Adela.

—¿Puedo pasar?

—¿Por tus cosas? Los preparo.

—No. Quiero volver.

—No vuelvas. No hay motivo.

—Me di cuenta de que solo te amo a ti.

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MagistrUm
Volví sin pensarlo