Volví a casa antes de tiempo: el día que mi marido prefirió una limpieza a fondo a ayudarme embarazada con las bolsas y me dejó esperando en el portal

Recuerdo aún con claridad cómo regresé a casa antes de lo previsto.

¿Estás en la parada? La voz de mi marido, Álvaro, subió de tono de repente. ¿Ahora mismo? ¿Por qué no avisaste? ¡Habíamos quedado el jueves!

Quería darte una sorpresa fruncí el ceño, sintiéndome decepcionada. Álvaro, ¿por qué no te alegras? Estoy agotada, como un perro de caza después de la montería. ¡Sal a buscarme, anda!

¡Espera! soltó él de pronto, a voz en grito. No vengas ahora. Bueno, sí, ven, pero… Escúchame, Lucía, aquí en casa no queda nada, parece el desierto de La Mancha. Ayer terminé de comer lo último. Haz una cosa: pásate ahora por el veinticuatro horas, el que está a la vuelta. Compra algo de carne, ternera buena.

Una de las bolsas tiró de mi hombro tan fuerte que no pude evitar soltar un pequeño grito.

Ese dolor agudo en la espalda, mi ya fiel compañero durante los últimos meses, me alcanzó hasta el coxis.

Dejé con cuidado los bultos sobre el adoquinado saltado de la parada.

Respiré hondo, apretando la mano sobre la parte superior del vientre.

El bebé se revolvió en mi interior, incómodo. Seis meses ya, y aquello no era broma, sobre todo habiendo decidido sorprender a mi marido y volver de casa de mis padres tres días antes de lo apalabrado.

Había echado tanto de menos a Álvaro, que conté literalmente los postes del último tramo de autocar.

¿Estará Álvaro ahora en casa? Seguramente ni imagina que yo esté ya aquí, apenas a diez minutos del portal.

El camino al bloque se me hacía interminable.

Las bolsas, llenas de embutidos, conservas caseras, manzanas enormes, pesaban una tonelada.

Tras andar apenas cincuenta metros supe que no llegaría. La espalda podía conmigo.

Saqué el móvil y llamé a Álvaro.

Álvarito, hola… susurré cuando al fin descolgó.

¿Lucía? ¿Qué te pasa, cielo? Respondió, alarmado.

Nada, tonto. Ya he llegado.

Estoy en la parada, justo delante de casa. Baja, por favor, a ayudarme.

Mamá me ha llenado las bolsas de provisiones…

Al otro lado se hizo un silencio incómodo, tanto que miré la pantalla para ver si se había cortado la llamada.

¿Estás en la parada? repitió Álvaro, ahora con la voz crispada. ¿Ahora mismo? ¿Por qué no me dijiste nada? ¡Hablamos del jueves!

Quería darte una sorpresa insistí, molesta. ¿No te alegras? Estoy molida, baja.

¡Espera! gritó de nuevo. No vengas, quiero decir, sí, ven, pero… Lucía, mira, en casa estamos como los campos de Castilla en agosto, no queda ni una miga. Yo ayer me terminé todo.

Haz una cosa: pasa por el veinticuatro horas, el de la esquina, y compra carne, de esa ternera gallega, que esté bien.

Hoy no he ido a trabajar, pedí el día libre. Quiero prepararte una buena comida cuando llegues, darte una bienvenida en condiciones.

¿Carne, Álvaro? Me quedé atónita. ¿Me oyes? Que estoy embarazada, de seis meses, con dos bolsas enormes en medio de la calle.

Me duele la espalda, ¡qué carne ni qué nada! Hay patatas y huevos en casa.

Ven a buscarme, solo quiero llegar, comer algo y acostarme.

No lo entiendes, Lucía empezó a soltar palabras atropelladamente, interrumpiéndome. Lo quiero dejar perfecto, de verdad. Tampoco te cuesta tanto. La tienda está a dos pasos. Compra carne, y patatas nuevas, que las nuestras están pochas. Pide a alguien que te ayude, o tranquila, ve poco a poco…

Por favor, Lucía. Es por nosotros, yo mientras termino aquí de preparar todo.

Miré mis manos enrojecidas, marcadas por las asas de las bolsas. Noté una ola de amargura y calor subiéndome al pecho.

¿Se te va la cabeza, Álvaro? Mi voz se quebró. ¿Me pides ahora, embarazada, que vaya sola a comprar carne, porque tienes ganas de cocinar carne? ¿Ni siquiera puedes bajar tú y hacerlo?

Es que ya empecé… esto… la preparación. Si ahora salgo, lo estropearé.

Luci, por favor. Te estaba esperando tantísimo…

Compra ochocientos gramos de ternera, y una bolsita pequeña de patatas.

Venga, que estoy esperando.

Colgó sin esperar respuesta. Yo me quedé allí quieta, mirando el móvil apagado.

No podía creérmelo. Me dieron ganas de echarme a llorar allí mismo, bajo el frío farol.

En vez de abrazos y cama caliente, la carnicería.

“¿Y si de verdad está tramando algo bonito?”, pensé, intentando calmarme.

Suspiré, agarré las bolsas y me encaminé, arrastrando los pies, al supermercado.

***

Recorría los pasillos del súper empujando el carrito, recibiendo las miradas de lástima de la cajera, que no había terminado de despertar.

La ternera era un ladrillo, y la red de patatas, directamente imposible de levantar.

Al salir del supermercado, ya ni sentía las manos. Los dedos se me habían convertido en garfios.

El teléfono volvió a sonar.

¿Has comprado todo? preguntó Álvaro, con una alegría forzada.

Sí contesté entre dientes. Estoy ya bajo casa. Ábreme, por favor.

¡No subas! soltó casi chillando. Espera un momento en el banco. Diez minutos, Lucía, por favor.

¿Me estás vacilando? Grité, sin importarme los transeúntes que pasaban. ¡Álvaro, aquí mismo me da un pasmo! ¿Qué diez minutos ni qué niño muerto? ¡Tengo los pies hinchados, no me puedo ni tener de pie!

¡Que el sorpresa no está listo! insistió. Si subes ahora, todo perdido. Siéntate un poco y respira.

Cinco minutos, te lo juro. Cuelgo, que no me da tiempo.

Caí agotada sobre el banco de madera del portal, las bolsas se desplomaron a mi lado.

Estaba a punto de arrojar la bolsa de carne contra su ventana, allí en el tercer piso.

Pasaron diez minutos. Luego veinte. Yo seguía sentada, abrazando la barriga, notando cómo todo hervía dentro de mí.

Imaginaba qué iba a encontrar al entrar: ¿una lluvia de flores? ¿Un desayuno con velas? ¿Un violinista tras la cortina?

Nada de eso compensaría tenerme así plantada, con este cuerpo hecho polvo después de una noche sin dormir.

A los treinta y cinco minutos, la puerta del portal rechinó.

Salió Álvaro, hecho un desastre: camiseta del revés, sudor en la frente, el pelo como electrizado.

¡Estás ahí! sonrió nervioso, agarrando corriendo las bolsas. Venga, no te pongas así, mira qué tiempo… Bueno, sí, vamos ya.

¿Pero qué te pasa? entorné los ojos, poniéndome en pie trabajosamente, apoyada en la barandilla. ¿Y por qué hueles a lejía desde la escalera?

Ya lo verás… dijo, saltando hacia el ascensor como un niño.

Subimos. Álvaro abrió la puerta de casa como si esperara una ovación.

Entré en el recibidor y enseguida me golpeó ese olor fuerte a lejía mezclado con un ambientador barato de brisa marina.

Fui al salón. Después a la cocina. Luego al baño.

La casa estaba reluciente. Quiero decir: terriblemente vacía.

Las cosas que siempre reñíamos porque dejaba por ahí, no estaban. La alfombra estaba aspirada (se notaban aún marcas húmedas), el polvo borrado, mis figuritas amontonadas en un rincón.

¿Ves? Álvaro brillaba como una peseta nueva. ¡Sorpresa!

Me giré lentamente hacia él.

¿Solo esto? pregunté en voz baja.

¿Cómo que solo esto? se sentó indignado en la silla. ¡Lucía, que me he deslomado tres horas seguidas!

He fregado hasta debajo del sofá.

He lavado los platos, el inodoro brilla como si fuera nuevo.

Quería que llegaras y te encontraras todo limpio, sin tener que mover ni un dedo.

He estado matándome mientras tú estabas… comprando.

Sentí un nudo subiendo a la garganta.

¿Esto era el motivo…? tartamudeé intentando no llorar. ¿Por fregar, me dejaste tirada en la calle con las bolsas?

¿Ni siquiera bajaste porque estabas limpiando?

¡Claro! alzó las manos, casi enfadado. ¡Quería hacerlo bien! Siempre te estás quejando de que no hago nada en casa.

Hoy quería demostrarlo. Pero llegaste antes y tuve que improvisar para acabarlo.

¿Y así me lo pagas? Ni un gracias, solo esa cara.

Eres un inconsciente, Álvaro ya no pude más, la voz se me quebró. ¡Me dan igual los suelos!

Me duele la espalda, he cargado con las bolsas.

¡Estoy embarazada! ¿Sabes lo que significa eso? En-bar-za-da.

¡Solo necesitaba que me cogieras de la mano y me llevaras a casa, no que te pusieras a fregar!

A Álvaro se le subieron los colores. Tiro el trapo a la pila de la cocina.

Ya estamos… gritó. ¡Nunca te gusta nada! Yo desde las cinco de la mañana fregando, preparando esto como una sorpresa para ti.

Y tú llegas y solo sabes quejarte.

¿No ves cómo está la casa? Ni el día de nuestra boda lucía así.

¿Y para qué quiero esta limpieza a cambio de mi agotamiento? apenas podía respirar de la rabia. ¡Me tuviste esperando media hora en la calle!

Tengo las piernas dormidas.

Me enviaste a comprar carne y patatas cuando no aguantaba ya ni la respiración. Esto no es una sorpresa, es una burla.

¿Burla? Empezó a dar vueltas por la cocina, gesticulando. Perdona si no soy el marido perfecto.

¡Otra mujer habría saltado de alegría porque su marido limpia la casa y piensa en cocinar! Pero tú…

Solo piensas en ti misma. Ay, mi barriga, ay, mi espalda.

¿Y yo qué? Yo tampoco he pegado ojo, esperando tu llegada, tramando cómo alegrarte.

Cubrí mi cara con las manos.

Es que no lo entiendes solloce. Nada. Prefieres un suelo reluciente a mi salud.

¡No digas tontunas! gritó, golpeando la mesa de la cocina. ¡Has fastidiado la sorpresa viniendo antes!

Si hubieras llegado el jueves, habría acabado todo y hubieras entrado en una casa impecable, y ahora todo sería distinto.

Pero no, tuviste que presentarte a medianoche. ¡Y ahora encima me echas la culpa!

Que ingrata eres, Lucía. Muy ingrata.

Salió hecho una furia, dando un portazo en el dormitorio.

El bebé volvió a moverse. Me dejé caer en la silla, mirando la bolsa de carne mal puesta, que Álvaro ni se molestó en guardar.

Me sentía fatal las ganas de potar iban y venían.

Al cabo de un rato, la puerta de la cocina se entreabrió.

¿Entonces, hago la carne? masculló desde el umbral. ¿O tampoco quieres comer ahora, solo para fastidiarme?

No hagas nada, Álvaro susurré, sin girarme siquiera. Déjame en paz. Solo quiero dormir.

¡Pues allá tú! volvió a pegar un portazo.

Me levanté y, tambaleándome, fui al baño.

Me miré en el espejo: pálida, con ojeras, el pelo enmarañado.

Recordé el camino en autobús, imaginando cómo Álvaro me recibiría con un abrazo, diciendo aquello de “Bendita seas, Lucía, ya estás en casa”.

Vaya recibimiento.

Cuando salí, el escándalo siguió.

Mi marido volvió a gritarme, acabando por arrojarme el trozo de carne.

Aquel día salí de casa como estaba por suerte, ni me había cambiado.

Volví a casa de mis padres.

***
Toda la familia intentó convencerme de que no me divorciara: mis suegros, mi cuñada, hasta parientes lejanos.

Incluso Álvaro llamaba cada poco para pedirme que volviera.

Pero yo lo tenía clarísimo: un marido así no lo quería, el divorcio era seguro.

¿Para qué necesito un esposo que pone antes la limpieza del piso que la salud de nuestro hijo?

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Volví a casa antes de tiempo: el día que mi marido prefirió una limpieza a fondo a ayudarme embarazada con las bolsas y me dejó esperando en el portal