Madrid, miércoles
Hoy todo ha salido al revés y no puedo evitar sentarme y dejar aquí, en este diario, todo lo que ha pasado.
Me llamo Alberto, mi mujer se llama Inés. Tenía que volver el viernes de casa de sus padres en Valladolid, pero hoy, justo cuando estaba terminando de fregar el suelo y dejarlo todo reluciente, ha decidido hacerme una “sorpresa” y volver tres días antes.
La llamada me pilló a contrapié, nunca mejor dicho:
¿Estás en la parada? me salió el grito casi sin darme cuenta. ¿Ahora mismo? ¿Pero por qué no has avisado? Quedamos en que volvías el viernes
Quería darte una sorpresilla respondió con voz cansada. Alberto, ¿no te alegras? Estoy agotada, sal ya.
Tragué saliva, miré la cocina sin terminar, chaleco arremangado, y el cubo de la lejía aún por medio.
Espera, por favor. Mira, en casa está todo vacío. Me terminé anoche hasta el filete que quedaba en la nevera. Haz una cosa: para en el supermercado de la esquina, ese que abre 24 horas, y compra algo de buena ternera y unas patatas frescas.
Inés no contestó de inmediato, y yo empecé a ponerme nervioso. Ella, con seis meses de embarazo, regresando sola de la estación con dos bolsas a rebosar de conservas, quesos, tomates y todo lo que mi suegra considera básico para un español lejos de casa.
Yo había tomado el día libre en el trabajo solo para prepararle algo especial, pensando que tendría toda la jornada para hacerlo, y ahora tocaba improvisar.
La siguiente llamada fue aún peor:
Alberto, por favor susurró, con esa voz que solo pone cuando está al límite.
¿Pasó algo? me preocupé de golpe.
No te asustes, simplemente estoy aquí abajo, en la parada, delante de casa Los bolsos pesan tanto, que no puedo más. Ven a ayudarme, por favor.
Ella pensó que se podía con todo, como siempre. Pero yo, idiota de mí, no fui capaz de dejar de pensar en la dichosa sorpresa. Me embrollé con mis propias palabras, intentando convencerla de pasar la tienda y comprar, cuando lo único que quería es que la casa estuviera perfecta.
Cómpralo, anda, así luego te preparo algo decente. Yo mientras preparo la mesa.
Esas bolsas pesaban una barbaridad y aún recuerdo su respiración ahogada al teléfono, el dolor en la espalda del que tanto se queja desde que el embarazo se notó más. Pero ella, resignada, fue.
La cajera del súper, medio dormida, la miró con compasión cuando llenó la bolsa de medio kilo de carne y casi dos de patatas. Cuando volvió a llamar, ya estaba bajo casa.
Lo tengo murmuró, agotada.
Espera, no subas todavía. Dame diez minutos, por favor. Si subes ahora, lo echas todo a perder.
No sé ni cómo me atreví a decirle eso. Ella saltó en ese momento y me gritó, claro, y con razón: ¡Alberto, que me estoy muriendo aquí!.
Quería que aguantara sentada en el banco, ahí, frente al portal, solo un poco más Por la sorpresa, por el detalle, por esa manía de sentir que la limpieza es lo único que puedo ofrecer.
Tardé media hora más de lo previsto. Cuando llegué a buscarla, Inés seguía en la banca, con el vientre entre las manos, bolsas por el suelo, cara de agotamiento y enfado. Me miró con furia y a la vez con ese deje de resignación española que tan bien conozco.
¿Tú hueles a amoníaco o es cosa mía? preguntó.
Entramos y le mostré el piso, orgulloso: todo ordenado, el suelo reluciente, los estantes sin polvo, la vajilla como nueva, hasta la cortina del baño lavada.
¡Sorpresa! proclamé.
Ella me miró como si le hubiera dicho que se había acabado el jamón ibérico en toda España.
¿Esto era todo? murmuró.
No supe qué decir. Me senté, intenté explicarle que lo había hecho por ella, por no dejarle nada que hacer, porque siempre me recriminaba que no colaboraba en casa. Por una vez, había querido esforzarme.
Pero su voz, cada vez más quebrada, me acusó como ninguna discusión:
¿Pero era necesario que me hicieras cargar con bolsas hasta el portal estando embarazada solo para que tú fregases el suelo? Yo solo necesitaba que me tomaras de la mano y me subieras a casa. No que limpiaras como un loco mientras yo me quedaba helada sentada en la calle.
No supe qué responder. Discutimos, gritémos, los dos. Ella juró que se iba, que no era justo, que prioricé la limpieza a su salud y al bebé.
Esa noche, antes de irse de nuevo a casa de sus padres, me preguntó si de verdad no entendía nada, si pensaba que el suelo brillante le importaba más que sentirme a su lado.
Lloré después. Nunca había sentido algo así. Por la mañana, su madre ya la tenía instalada de vuelta en Valladolid. La llamé mil veces; no me contestó.
Los días siguientes recibí llamadas de mis suegros, mi hermana, hasta de la tía Maruja desde Almería. Todos pedían que arregláramos las cosas, que un matrimonio es cosa de dos, que a veces los hombres somos torpes, pero no malos.
Aun así, Inés fue clara: un marido que prefiere una casa reluciente a recoger de la estación a su mujer embarazada no le sirve de nada.
Hoy, escribiendo esto, lo veo todo con otra luz. Me creí el protagonista de mi propio y ridículo gesto y olvidé lo importante: la persona que tengo al lado, no el parqué de la casa.
Supongo que eso es lo que me toca aprender. Ninguna limpieza del mundo vale más que acompañar y cuidar a la persona que quieres. Ojalá no lo hubiera entendido tan tarde.







