«Vivieron juntos cuarenta y un años y aun así se divorciaron… Le pregunté por qué.»
A veces parece que cuando dos personas han compartido toda una vida, ya nada puede separarlas. Que los recuerdos, las risas y las lágrimas los han unido para siempre. Pero la vida, caprichosa, demuestra que no siempre es así. Y mi familia es el triste ejemplo.
Mis abuelos estuvieron casados cuarenta y un años. Cuatro largas décadas codo con codo. Criaron a tres hijos, vieron cómo formaban sus propias familias y se convirtieron en abuelos de cuatro nietos. Éramos su orgullo y alegría. Todos creíamos que nuestra familia era un ejemplo de amor inquebrantable.
Sin embargo, una tarde, durante la cena que celebraba su aniversario, con hijos, nietos y parientes reunidos en el piso de la abuela en Madrid, ella se levantó y, con voz serena, anunció:
—Tu abuelo y yo hemos decidido divorciarnos.
Al principio, pensamos que era una broma torpe. Alguien soltó una risa nerviosa, otro asintió como si entendiera la ironía. Pero mi abuelo asintió: era cierto, ya habían iniciado los trámites. Un silencio denso, como el aire antes de una tormenta, llenó la habitación.
Yo, como el nieto mayor, siempre había sido cercano a ellos. De ellos aprendí lo que significa amar con respeto, compartir penas y alegrías, estar ahí en los momentos difíciles. Eran mi ejemplo vivo. Sus palabras cayeron como un rayo en cielo despejado.
¿Qué podía haber pasado después de tantos años para que quisieran separarse? ¿Era posible?
Pasaron días antes de que me atreviera a preguntar. Finalmente, me senté con ellos en la cocina, bajo la luz tenue del farol, y les dije: «¿Por qué?». Su respuesta me dejó helado.
—Somos demasiado diferentes —dijo la abuela—. Y lo entendimos demasiado tarde. Vivimos por inercia, por los hijos, por la rutina. Pero ahora que todo eso terminó, solo nos tenemos el uno al otro. Y nos damos cuenta de que… es demasiado.
—Ella me exaspera con su mirada, con su forma de respirar —confesó el abuelo, inusual en su franqueza—. Cansado de disculparme por existir.
—Y él me saca de quicio con su pereza, su dejadez —añadió ella—. No soporto cómo arrastra los pies por el pasillo, cómo mastica, cómo deja las luces encendidas.
No había rencor en sus palabras, solo cansancio. Y algo extrañamente hermoso: honestidad.
Contaron que lo intentaron todo. Visitas a un psicólogo. Tiempo separados, cada uno en casa de un hijo. Cenas románticas, rememorando su juventud en Barcelona. Pero nada cambió. Estaban agotados. Simplemente, agotados.
—No queremos vivir en la mentira —murmuró el abuelo—. Hemos vivido con honradez. Y así acabaremos. Por separado.
Al principio, la familia trató de disuadirlos. ¿Un divorcio a su edad? ¿Qué dirían los vecinos? Pero poco a poco comprendimos: cada uno merece ser feliz, aunque tenga sesenta años y cuatro décadas de matrimonio a sus espaldas.
Se separaron en paz. Sin peleas, sin repartos mezquinos. La abuela se quedó en el piso; el abuelo se mudó a la casa de campo de mi tío en Toledo. Siguen hablando, celebrando navidades juntos, pero cada uno vive como quiere.
Aún pienso en ellos. En lo frágil que es lo que creemos eterno. En que, incluso después de tanto tiempo, uno puede darse cuenta de que no está junto a la persona correcta. Y en lo valiente que es ser fiel a uno mismo, aunque el mundo espere lo contrario.
Los quiero. Tal vez ahora los admire más que nunca. Por su honestidad. Por atreverse a ser libres.