Vivieron juntos 41 años y aún así se divorciaron… Le pregunté: ¿por qué?

«Llevaban juntos 41 años y aún así se divorciaron… Le pregunté: ¿por qué?»

A veces parece que si dos personas han compartido toda una vida, ya son inseparables. Que entre ellos hay tanto en común, tantos recuerdos, que nada ni nadie podría separarlos. Pero resulta que no siempre es así. Y mi familia es un triste ejemplo de ello.

Mis abuelos estuvieron casados 41 años. Cuatro largas décadas codo con codo. En ese tiempo criaron a tres hijos, los vieron formar sus propias familias y se convirtieron en abuelos de cuatro nietos. Nosotros éramos su orgullo y alegría. Siempre creímos que nuestra familia era un ejemplo de estabilidad, unión y amor verdadero.

Pero un día, durante una comida familiar en el piso de mi abuela para celebrar su aniversario, ella se levantó y, con calma, sin emociones, anunció:

—Tu abuelo y yo hemos decidido divorciarnos.

Al principio pensamos que era una broma de mal gusto. Alguien soltó una risa incómoda, otro asintió como si entendiera el sarcasmo. Pero mi abuelo lo confirmó: sí, ya habían entregado los papeles. Un silencio pesado llenó la habitación, como si el aire se hubiera vuelto más denso.

Yo, como el nieto mayor, siempre fui muy cercano a ellos. De ellos aprendí lo que significa respetarse, compartir alegrías y penas, apoyarse en los momentos difíciles. Eran mi ejemplo de vida. Sus palabras cayeron como un rayo en cielo despejado.

No podía entenderlo: ¿qué tenía que pasar entre dos personas para que, después de 41 años, decidieran separarse? ¿Era posible algo así?

Pasé días sin rumbo, con cientos de preguntas dando vueltas en la cabeza. Todo parecía un error, una pesadilla. Hasta que al final me decidí: me senté con ellos en la cocina y simplemente pregunté: «¿Por qué?». Su respuesta me dejó helado.

—Somos demasiado diferentes —dijo mi abuela—. Y lo entendimos demasiado tarde. Seguimos juntos por criar a los hijos, por la rutina, por ayudarnos. Pero ahora todo eso terminó. Y solo nos tenemos el uno al otro. Y nos dimos cuenta de que… es difícil.

—Ella me irrita con todo —confesó mi abuelo de pronto—. Hasta con su forma de mirar, de respirar… Estoy cansado de sentirme culpable por simplemente existir.

—Y él me saca de quicio con su pereza, sus despistes, con dejar todo a medias —añadió mi abuela—. Ya no soporto cómo arrastra las zapatillas por el pasillo, cómo mastica, cómo olvida apagar las luces.

Sus palabras eran duras, pero no había rabia en ellas. Solo cansancio. Y, curiosamente, sinceridad.

Contaron que lo intentaron todo: fueron a terapia de pareja, se separaron unos meses (cada uno se quedó con un hijo para ver si añoraban al otro), intentaron recuperar el romance con cenas especiales y recuerdos de juventud. Pero nada funcionó. Simplemente estaban agotados el uno del otro.

—No queremos seguir viviendo en la mentira —dijo mi abuelo en voz baja—. Hemos vivido con honestidad. Y queremos terminar igual. Cada uno por su lado.

Al principio, la familia trató de disuadirlos. ¿Un divorcio a su edad? ¿Qué dirán los vecinos, qué pensarán los hijos? Pero con el tiempo, cada uno entendió: todo el mundo tiene derecho a ser feliz. Incluso pasados los 60. Incluso después de 41 años de matrimonio.

Se divorciaron en paz, sin peleas ni repartos de bienes. Mi abuela se quedó en el piso, mi abuelo se mudó a la casa de campo de mi tío, a las afueras de Madrid, con todas las comodidades. Siguen hablando por teléfono, a veces se ven en reuniones familiares. Pero cada uno vive su vida como quiere.

Pienso mucho en esto. En lo frágil que resulta lo que creíamos eterno. En que incluso después de décadas juntos puedes darte cuenta: esa no es tu persona. Y en lo importante que es no traicionarse a uno mismo por costumbre, miedo o presión social.

Sigo queriéndolos. Y quizás ahora los respeto aún más. Por su honestidad. Por haber tenido el valor de ser fieles a sí mismos.

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