Visitas Sorpresas: Entre la Alegría del Hijo y la Inquietante Libélula.

Los invitados llegaron sin avisar. Carmela frunció el ceño. A su hijo le recibía con alegría, pero esa mosquita muerta que revoloteaba alrededor de Paco… y él, como un bobalicón, embobado. ¡Qué asco!

—Mamá, hola, hemos venido de visita con Mari Carmen —anunció el chico.

—Ya veo —respondió Carmela, abrazando a su hijo con una sonrisa forzada.

—Mamá… tenemos una noticia feliz.

—¿Cuál?

—¡Hemos puesto los papeles, tachán!

—Ay, ¿tan pronto?

—¿Qué dices de “tan pronto”? Llevamos un año juntos, hemos decidido casarnos.

—Pues bueno… ya está hecho. Acomodaos, tengo que ir a comprar algo.

A Carmela le ardía el pecho. Necesitaba salir, respirar. ¿Cómo era posible que su Paco, su niño, hubiera crecido, se hubiera ido a Madrid y ahora viviera su vida, trabajara, se casara con… esa?

—Mamá, ¿qué dices de comprar? Hemos traído de todo: embutidos, quesos, frutas…

Carmela se dejó caer en la silla, agotada. Le daban ganas de llorar, de tirarse en la cama como cuando era pequeña, hecha un ovillo.

Esa mosquita muerta —así llamaba Carmela a la novia de su hijo— no le gustaba ni un pelo. Demasiado alborotada. A Paco le vendría mejor una chica tranquila, de por aquí.

Como Anita Sánchez, por ejemplo. ¡Qué muchacha más formal! Trabajaba de contable, iba a la biblioteca… Se criaron juntas. ¿Por qué no elegirla? Podrían vivir en la ciudad y volver los fines de semana, traer a los nietos. Los Sánchez son buena gente, trabajadores. Emparentar con ellos sería un orgullo.

Pero no, él tuvo que fijarse en esa pizpireta de ciudad. Como si llevara un tesoro entre los brazos. ¡Qué desilusión!

Los jóvenes descargaron la comida: jamones, quesos, embutidos, frutas exóticas… Habría que hacer sitio en la nevera. Y preparar algo para mañana, invitar a vecinos y familiares. Aunque quizá no hubiera boda… aunque bueno, las convenciones mandan.

—¿Y dónde está Benito? ¿Otra vez en el bar? Ya comerá allí…

—Mamá, nos vamos al río —anunció Paco.

—Pues id, ¿qué os voy a decir?

¡Al río, nada menos! Si hubiera venido solo, hasta habría ayudado a su padre en el huerto. Pero con esta princesita…

Carmela pasó el día como un torbellino, organizando la reunión del día siguiente. Agotada, se tumbó un momento. Cerró los ojos y, al abrirlos… ¡Santo cielo!

—¿Pero qué hacéis? —gritó, sobresaltada.

—Mamá, estábamos preparando la cena para ayudarte —explicó Paco.

—¿La cena? ¡Y la vajilla buena para qué la habéis sacado! ¡Ahí están los cuencos, los vasos! Benito, ¿tú qué dices?

—Pues que hacen bien. Esa vajilla está cogiendo polvo.

—¿Estáis locos? ¡Ay, Dios mío, las copas de cristal, los platos de porcelana! ¿En qué habéis pensado?

—Mamá, ¿qué pasa? Estamos preparando una cena especial en familia, ¿y lloras por unos platos?

Carmela agitó la mano y se marchó a su habitación. Por el rabillo del ojo vio a *esa* cortando los embutidos que habían traído.

*Todo lo guardaba para una ocasión especial*, pensó, resignada.

—Mamá, cámbiate y ven a la mesa —la llamó Paco.

Al salir, Carmela se quedó boquiabierta. ¡Hasta el mantel nuevo habían puesto! ¡Y las copas de cristal!

—Benito… ¿pero qué te pasa? ¡Mira qué elegante, con la camisa nueva!

—Carmela, mujer, es una celebración. Nuestro hijo y su chica nos visitan.

—¿Su… qué? —masculló entre dientes—. ¿Te has vuelto loco?

—Mamá, ¿qué te pasa? —Paco le tomó las manos, pero ella las soltó bruscamente, empezando a gritar.

—¡En esta casa mando yo! ¿Cómo os atrevéis a coger la vajilla sin permiso? ¡Y los embutidos! ¡Iban para una ocasión especial!

—¡Basta! —golpeó Benito la mesa con el puño—. ¿Qué tonterías son esas?

—¡Este es *mi* hogar!

—¡Es *nuestro*! Y Paco tiene el mismo derecho que nosotros.

Carmela parpadeó, confundida. Luego, sin decir nada, se vistió con su mejor traje, se puso los zarcillos de oro y las medias.

La tía Rosario, vecina del pueblo, asomó la cabeza.

—¿Pero qué pasa aquí? ¿Se ha muerto alguien?

—¡Calla, bruja! —saltó Carmela—. Siéntate. Paco y su… —casi dijo *mosquita muerta*, pero se mordió la lengua— …su futura esposa están aquí.

—Carmela —la anciana la miró con recelo—, ¿seguro que no estás majara?

—¡Déjate de tonterías! Bebe, come… esto lo han traído los niños.

—Vaya… Yo no me he arreglado nada, eh.

—Mañana te arreglas —dijo Benito—. Mañana es la fiesta.

La anciana se fue corriendo al pueblo, contando a todo el mundo que Carmela y Benito se habían vuelto locos, usando vajilla fina y tirando la casa por la ventana.

Al día siguiente, la casa se llenó de curiosos. Todos querían ver el escándalo.

—¡Hombre, el coñac sabe mejor en copa de cristal! —bromeó el compadre Manolo.

—¡Te voy a dar yo a ti! —rió su mujer, Remedios.

—¡Atrevidos! —se burlaban.

Y así, el pueblo entero empezó a cambiar. Las mujeres sacaron manteles y vajillas guardadas. Las ancianas desempolvaron sus ajuares.

—Dime, Benito… ¿cuándo llega ese “día especial”? ¿Cuándo viviremos como merecemos?

—Carmela, ese día es hoy.

—Pero… hay que guardar algo, por si acaso… ¿no?

***

—¡Al diablo todo esto!

—¡Rosario, estás loca! ¿Por qué revuelves los baúles?

—¡Porque desde hoy dormiremos en sábanas finas! ¡Llevo décadas esperando!

—¡Pero son las que hizo tu suegra!

—¡Y para qué las hizo, viejo chocho? ¡Tu madre lleva treinta años bajo tierra y seguimos esperando! ¡Ayúdame o te mando tras ella!

—Bueno, bueno… ayúdame a sacar esto.

—Mira, Rosario… las toallas que bordó mi madre.

—¿Y qué? Yo misma bordé esos gallos hace cincuenta años. ¿A que son bonitos?

—Sí… —susurró él—. Muy bonitos.

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