¿Visitas por amor o interés?” — La historia de una abuela que puso a prueba a sus nietos

Hace muchos años, en un tranquilo barrio de las afueras de Toledo, vivía la abuela Encarnación, una mujer de carácter fuerte y corazón amplio. Tras perder a su marido, se quedó sola en un modesto piso heredado de su madre. Sus hijos, siempre ocupados con sus asuntos, dejaban a menudo a la menor de sus nietas, Rosario, al cuidado de la anciana.

El nieto mayor, Rodrigo, había sido el consentido de la familia desde niño. Para él eran los mejores juguetes, las actividades extraescolares y más tarde, la universidad más prestigiosa. Rosario, en cambio, creció a la sombra—nunca se quejaba, no exigía atención y maduró demasiado pronto. Estudió, trabajó, alquiló una habitación y nunca pidió nada a nadie. Su único refugio de cariño era la abuela Encarna.

Casi todas las semanas, después del trabajo o los domingos, Rosario visitaba a su abuela. Le llevaba comida, medicinas o simplemente se sentaban a tomar café y charlar. Pero una tarde, como tantas otras, la abuela la recibió con el rostro serio y los labios apretados.

—¿Por qué vienes tanto, Rosario? —preguntó sin apartar los ojos del televisor—. ¿Será que quieres heredar mi piso?

Rosario, que estaba fregando el suelo del pasillo, se quedó quieta como una estatua.

Abuela, ¿qué dices? —respondió con voz temblorosa—. ¿Qué piso ni qué nada? Te prometí hacer esa sopa de cocido que te gusta. ¿Quieres que prepare también unas croquetas?

La anciana resopló, pero no contestó. Rosario, esbozando una sonrisa triste, guardó su dolor en el pecho y fue a la cocina. Puso la cafetera, sacó la crema de cacao que tanto le gustaba a su abuela y empezó a preparar la cena.

Minutos después, la anciana apareció en el umbral y soltó unas palabras que helaron la sangre de Rosario.

—Ya firmé los papeles. El piso es de Rodrigo. Así que no pierdas el tiempo. No te tocará nada.

Rosario se irguió, se secó las manos con el delantal y respondió con calma:

—Me parece bien. No vengo por un piso. Eres mi familia, me criaste y ahora me toca cuidar de ti. Un piso son solo cuatro paredes.

La abuela no dijo nada, pero su mirada ya no era fría—había en sus ojos algo parecido al remordimiento. Tomaron café, hablaron de la telenovela que seguía la abuela y no volvieron a mencionar el tema esa noche.

Días después, Rodrigo llamó a Rosario furioso, acusándola de haber manipulado a la abuela para quedarse con la herencia.

—¡Eres igual que todos! —berreó al teléfono—. ¡No quiero saber nada de ti!

Luego fue su madre, con la misma cantinela: —¿Cómo has podido hacer esto? ¡Esa casa es de la familia! Rosario, confundida, colgó y fue directo a casa de la abuela.

—Abuela, ¿qué está pasando? —preguntó con serenidad—. Rodrigo dice que has firmado el piso a mi nombre. No entiendo nada. Si necesitas ayuda, conozco a un notario. Pero dime la verdad: ¿has hecho algo?

La abuela se sentó poco a poco, suspiró y confesó. Las vecinas le habían llenado la cabeza con historias de familiares que solo visitaban a los ancianos por interés. Así que decidió probar a sus nietos—le dijo a Rosario que el piso era de Rodrigo, y a Rodrigo que era de Rosario.

—Ya he visto cómo sois cada uno —murmuró con tristeza—. Tú, Rosario, sigues siendo buena y leal. En cambio, tu hermano… bueno, ya has oído cómo reaccionó.

Rosario negó con la cabeza. No sentía rabia, solo la certeza de quién valía la pena y quién no.

La abuela le ofreció que se mudara con ella, ahora que el piso estaba legalmente a su nombre. Pero Rosario rechazó la idea.

—Tú necesitas tranquilidad, abuela. Yo tengo mi vida—trabajo, amigos, planes. Dejemos las cosas como están. Seguiré viniendo, como siempre. Un piso no lo es todo.

Y así fue. Rosario sigue visitando a su abuela, llevándole sus dulces favoritos, viendo telenovelas a su lado y dándole todo el amor que merece. Y la abuela Encarnación sabe, en lo más hondo de su alma, que su nieta es la única que la quiere de verdad. No por metros cuadrados. Simplemente, porque sí.

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