Hoy necesito desahogarme. Los padres de mi marido, mis suegros, siempre me ponen los nervios de punta. Cada vez que aparecen sin avisar, siento un nudo en el estómago. Intento buscar excusas para evitarlos, pero no siempre puedo. Gente así me saca de mis casillas. No tengo por qué estar siempre pendiente de darles de comer, sobre todo cuando vienen sin avisar.
Mi amiga Lucía también ha notado lo raro que se porta mi suegra:
“Carmen, tú siempre te esfuerzas por agradarles, cocinas cosas especiales. Pero tu suegra siempre encuentra algo que criticar. Es desmoralizante.”
La familia de mi marido es especial con la comida. Mi suegra es una perfeccionista:
Si en el plato había un número impar de canapés, se negaba a comérselos.
Ir a comprar con ella era un suplicio:
Pasaba horas mirando los ingredientes de los productos, escogía solo lo más fresco, discutía con los dependientes por las fechas de caducidad.
La hermana de mi marido, Marta, también era igual de exigente:
Rechazaba casi todos los platos, poniendo excusas de dieta o preferencias.
Estoy harta de aguantar sus caprichos. Mi marido insiste en prepararles comidas especiales, pero yo sé que mis esfuerzos no los valoran.
Hoy, mi suegra llamó para decir que vendrían en un par de horas. Me indigné:
“Ni siquiera preguntaron si me viene bien. Simplemente me lo soltaron.”
Siguiendo el consejo de Lucía, decidí no preparar nada para su visita:
“Si no se molestan en avisar, ¿por qué tengo que perder mi tiempo y dinero con ellos?”
Cuando llegaron, se sorprendieron al ver que no había comida. Les sugerí que cocinaran ellos o pidieran algo. Les serví té, pero el ambiente estaba tenso.
Mis suegros se fueron enseguida, cerrando la puerta de un portazo. Sé que se han enfadado, pero yo me siento aliviada:
“No voy a dejar que me sigan usando. Si quieren venir, que respeten mi tiempo y mi esfuerzo.”
Ahora toca hablar con mi marido y poner límites a las visitas de su familia. Basta ya.