La sorpresa en el piso
Lucía y Jorge ocupaban la cabecera de la mesa, radiante de felicidad. Su boda bullía de vida: los invitados bailaban y los brindis no cesaban. Tras la celebración, los recién casados partieron a una breve luna de miel, regalo de los padres de Lucía. Ya tenían un hogar: un acogedor apartamento heredado de la abuela de Lucía. Pequeño, pero propio, en un buen barrio de Madrid y con todas las comodidades. Al regresar del viaje, subieron cargados con sus maletas. Jorge introdujo la llave en la cerradura, pero se detuvo de golpe: la puerta estaba echada desde dentro. ¡Alguien estaba en su casa! Cruzó una mirada de sorpresa con Lucía, tocó el timbre y, al abrirse la puerta, ambos se quedaron helados.
En el umbral estaba Vicente Montero, el padre de Jorge. «¿Padre? —exclamó Jorge—. ¿Qué haces aquí?». Lucía, aún aturdida, notó que Vicente parecía agotado, con la mirada apagada. «Margarita y yo hemos discutido —suspiró él—. ¿Puedo quedarme esta noche?». Lucía, aunque desconcertada, asintió: «Claro, Vicente, pase». Dentro olía a macarrones con carne; Vicente había preparado la cena con lo que encontró en el congelador. «Sabía que volveríais hoy», añadió con timidez.
Lucía y Jorge se habían casado tras un año de relación. La boda fue animada, y Lucía ya conocía a toda la familia de su marido: Vicente, su suegro; Margarita, la madrastra, que entró en su vida cuando Jorge tenía siete años; las tías paternas, Carmen y Rosa; y las dos medias hermanas de Jorge, Almudena y Marta. Ambas embarazadas, refunfuñaron durante la celebración, celosas del ambiente festivo, pues solo podían beber zumo. Lucía intentó ser amable, pero notó la tensión: Margarita y sus hijas siempre se mantuvieron distantes, como si Jorge no fuese de los suyos.
Durante la cena, Vicente contó lo sucedido. Almudena, la hija mayor de Margarita, dio a luz antes de tiempo. El bebé estaba bien, pero su marido la engañó, y ella regresó a casa de su madre. Margarita exigió dinero a Vicente para un cochecito y una cuna, acusándole de no mantener a su nieta. «Yo no soy su abuelo —dijo Vicente, amargado—. Y encima me echó de casa. Me quitó la tarjeta mientras dormía». Lucía escuchaba, indignándose cada vez más. Margarita siempre fue dominante, pero esto ya era demasiado.
Jorge frunció el ceño: «Padre, ¿has bloqueado la tarjeta?». Vicente negó con la cabeza: «No se me ocurrió… Ya lo había hecho antes». Lucía intercambió una mirada con su marido. Sabían que Margarita alquilaba su piso, pero vivía en la casa de Vicente, que en parte pertenecía a Jorge —herencia de su difunta madre—. «Encima quiere tu parte —continuó Vicente—. Insistió en que renunciaras a tu herencia». Lucía exclamó: «¡Eso es tuyo, Jorge!».
Al día siguiente, Margarita llamó a Jorge. «Eres un hombre adulto —dijo—. Tienes tu vida con Lucía, así que haced sitio. Deja tu herencia a tu padre». Jorge respondió fríamente: «Es de mi madre. No cederé». Margarita amenazó: «Si no ayudas a Almudena y no renuncias, ¡me divorcio de Vicente!». Jorge esbozó una sonrisa irónica: «Será lo mejor que hagas».
Volvió con su padre y le preguntó sin rodeos: «¿Eres feliz con ella?». Vicente dudó, pero al final admitió: «Solo me usa. Estoy cansado». Jorge propuso un plan: firmar una donación, traspasando el piso a su nombre. «Si Margarita se queda, será por ti. Si se va, habrá tomado su decisión». Vicente aceptó, y al día siguiente firmaron los papeles. Lucía apoyó a su marido, aunque con inquietud: «¿Y si arma un escándalo?». Jorge se encogió de hombros: «Que lo intente».
Cuando Margarita lo supo, irrumpió en el piso, aún habitado por Vicente. «¿Cómo has podido? —gritó—. ¡Te han engañado!». Vicente respondió con calma: «Tú querías el piso. Ahora es de Jorge. Tú tienes el tuyo. Si no me quieres, vete». Margarita, al ver que perdía el control, recogió sus cosas y se marchó, gritando: «¡Os arrepentiréis!». Pero nadie se arrepintió. El divorcio fue rápido; no había nada que repartir.
El piso quedó en manos de Jorge, y Vicente se quedó a vivir con su hijo y su nuera. Lucía insistió: «Esta es tu casa, Vicente. Somos familia». Tiempo después, cuando tuvieron hijos, pidieron una hipoteca y se mudaron, dejando el piso a Vicente. Margarita intentó volver, pero él se mantuvo firme. «Al fin soy libre», dijo una noche en la cena, y Lucía sonrió. Su familia salió fortalecida, mientras Margarita se quedó con lo que eligió: ambiciones vacías.
Moraleja: Las personas que solo buscan interés propio terminan perdiendo lo que más valoran: el amor y la familia.