El invitado inesperado
Lucía y Javier estaban sentados a la cabecera de la mesa, radiantes de felicidad. Su boda estaba en pleno apogeo: los invitados bailaban y los brindis no cesaban. Tras la celebración, los recién casados partieron a una breve luna de miel, un regalo de los padres de Lucía. Ya tenían un hogar: un acogedor piso heredado de la abuela de Lucía. Pequeño, pero propio, en un buen barrio y con reformas recientes, perfecto para los dos. Al regresar del viaje, subieron con sus maletas hasta la puerta. Javier introdujo la llave en la cerradura, pero se detuvo de golpe: la puerta estaba echada desde dentro. ¡Alguien estaba en su piso! Miró a Lucía con sorpresa, tocó el timbre y, cuando la puerta se abrió, ambos se quedaron helados.
En el umbral estaba Teodoro Alonso, el padre de Javier. “¿Padre? —exclamó Javier—. ¿Qué haces aquí?” Lucía, aún asombrada, notó que Teodoro lucía agotado, con la mirada apagada. “María Luisa y yo hemos discutido —suspiró él—. ¿Puedo quedarme esta noche?” Lucía, desconcertada, asintió: “Claro, Teodoro, pase”. Dentro olía a macarrones con carne; el padre de Javier había preparado la cena con lo que encontró en el congelador. “Sabía que volveríais hoy”, añadió con timidez.
Lucía y Javier se casaron tras un año de relación. La boda fue bulliciosa, y Lucía ya conocía a toda la familia de su marido: Teodoro, su padre; María Luisa, la madrastra, que llegó cuando Javier tenía siete años; dos tías paternas, Carmen y Rosario; y las dos hermanastras de Javier, Sofía y Claudia. Ambas embarazadas, refunfuñaron durante la celebración, celosas del jolgorio, pues solo podían sentarse y beber zumo. Lucía intentó ser amable, pero notó la tensión: María Luisa y sus hijas siempre se mantuvieron aparte, como si Javier no fuera de los suyos.
Durante la cena, Teodoro contó lo ocurrido. Sofía, la hija mayor de María Luisa, había dado a luz antes de tiempo. El bebé estaba sano, pero el marido de Sofía le fue infiel, y ella volvió con su madre. María Luisa exigió dinero a Teodoro para el carrito y la cuna, acusándolo de no mantener a su nieta. “No soy su abuelo —dijo Teodoro, amargado—. Y encima me echó. Me quitó la tarjeta mientras dormía.” Lucía escuchaba, sintiendo cómo crecía su indignación. María Luisa siempre había sido dominante, pero esto ya era demasiado.
Javier frunció el ceño: “Padre, ¿has bloqueado la tarjeta?” Teodoro negó con la cabeza: “No se me ocurrió… Ya lo había hecho antes.” Lucía intercambió una mirada con su marido. Sabían que María Luisa alquilaba su piso pero vivía en la casa de Teodoro, que pertenecía en parte a Javier como herencia de su difunta madre. “Encima quiere tu parte —continuó Teodoro—. Pedía que renunciaras a tu herencia.” Lucía no pudo contenerse: “¡Pero si es tuyo, Javier!”
Al día siguiente, María Luisa llamó a Javier. “Ya eres un hombre —dijo—. Te has ido con tu mujer, así que buscad más espacio. Deja tu herencia a tu padre; no la necesitas.” Javier respondió fríamente: “Es de mi madre. No renunciaré a nada.” María Luisa pasó a las amenazas: “Si no ayudas a Sofía y no cedes tu parte, ¡me divorcio de Teodoro!” Javier se limitó a sonreír: “Sería lo mejor.”
Regresó con su padre y le preguntó sin rodeos: “Padre, ¿eres feliz con ella?” Teodoro vaciló, pero acabó admitiendo: “Me usa. Estoy cansado.” Javier propuso un plan: firmar una donación, pasando el piso a su nombre. “Si María Luisa se queda, es por ti. Si se va, será su elección.” Teodoro accedió, y al día siguiente firmaron los papeles. Lucía apoyó a su marido, aunque nerviosa: “¿Y si monta un escándalo?” Javier se encogió de hombros: “Que lo intente.”
Cuando María Luisa se enteró, irrumpió en el piso donde aún se alojaba Teodoro. “¡¿Cómo has podido?! —gritó—. ¡Te han engañado!” Teodoro respondió con calma: “Tú querías el piso. Ahora es de Javier. Tú tienes el tuyo. Si no me quieres, márchate.” María Luisa, al ver que perdía el control, recogió sus cosas y se fue, amenazante: “¡Os arrepentiréis!” Pero nadie lo hizo. El divorcio fue rápido: no había nada que repartir.
El piso quedó en manos de Javier, y Teodoro se quedó viviendo con su hijo y nuera. Lucía insistió: “Esta es tu casa, Teodoro. Somos familia.” Más tarde, al tener hijos, pidieron una hipoteca y se mudaron, dejando el piso a Teodoro. María Luisa intentó volver, pero Teodoro fue firme. “Por fin soy libre”, dijo una noche durante la cena, y Lucía sonrió. Su familia salió más fuerte, mientras María Luisa se quedó con lo que eligió: ambiciones vacías.