Visitante enigmático: drama de calidez familiar

El visitante misterioso: un drama familiar

En el pequeño pueblo de Riós, donde los atardeceres se reflejan en el espejo del lago y las casas de piedra guardan el calor de otros tiempos, Ana Martínez volvió del supermercado cargada con bolsas pesadas. Había comprado una sandía enorme, imaginando la alegría de su hijo al verla. Al dejar las bolsas en el recibidor, escuchó algo inusual: voces apagadas llegaban de la habitación de su hijo. Su corazón latió con fuerza. Entró y se quedó paralizada. Su hijo jugaba con figuras de madera junto a un hombre desconocido. Ambos movían las piezas con cuidado, sonriendo y hablando en susurros, como si temieran romper el momento. Ana observó al visitante y dio un grito ahogado.

—¿Y qué, Arturo? ¿Siempre en casa? —solía regañarlo—. ¡Así te quedarás solo toda la vida! Mira a Alejandro, tu antiguo amigo. Estudió para mecánico, tiene trabajo, todo le va bien. Se casó, tuvo un hijo, construyó un porche. Claro, luego se separó —no congeniaban—, pero no se hundió. Encontró a otra mujer, con un niño, y luego tuvieron otro juntos. Y al hijo de su primera mujer lo lleva en verano con la abuela. Todos contentos, hasta la ex, que ya se volvió a casar. Y la vecina, doña Carmen, está encantada: tres nietos, la casa llena de risas, ¡la vida sigue! Alejandro y su nueva mujer, Laura, se ocupan de los niños, y doña Carmen ayuda. Todo les salió bien, ¿y tú? ¡Siempre en tu rincón!

—Aquí solo hay silencio —continuó Ana, moviendo la cabeza—. ¿De quién heredaste esto, desgraciado? Cuando tu padre y yo no estemos, te quedarás solo, sin nadie con quien hablar. ¡Y apaga ese torno cuando te hablo!

Arturo apagó la máquina y levantó la vista:

—Tranquila, madre, es un encargo urgente.

—Claro, Arturo —suspió ella—. Nada cambiará. Treinta y dos años en casa y seguirás así. Ni con dinamita te moverían. Y tu padre, encima, te apoya, callado y más callado. ¡Ay, hijo, tu padre es callado, pero tú lo superas!

Ana salió del cobertizo donde Arturo tenía su taller.

Arturo apenas terminó la ESO en el colegio del pueblo. Era buen estudiante, pero odiaba ir. Demasiado ruido, demasiadas distracciones. Al salir, anunció: no estudiaré más, tengo mi oficio, me basta. Ya era un buen carpintero. Su padre había trabajado en una fábrica local y le enseñó el oficio. Pero Arturo era aún más silencioso que él. Prefería trabajar la madera solo, pensativo.

Su madre se preocupaba: ¿no habría algo raro en él? No salía de fiesta, no miraba a las chicas, siempre en su mundo. Demasiado ruidosas, decía, demasiado aburridas. Así estoy bien. Aunque ganaba bien: montó un taller en el cobertizo y pasaba días enteros creando juguetes de madera o muebles pequeños. Una silla suya era una maravilla. Los encargos le llegaban desde la ciudad, con meses de espera. Pero su madre seguía angustiada: casi treinta y pico, ¡y solo! Ni mujer ni hijos quería. Había visto a sus amigos —esa vida no era para él.

Ahora tenía un encargo urgente: un escritorio con silla para un niño. Lo había acordado por internet; el cliente pedía rapidez. Arturo se esmeró, quería que quedara perfecto, que sirviera de verdad. Para él, el trabajo debía dar alegría.

En una semana, el escritorio estuvo listo: regulable en altura e inclinación. El cliente explicó que el niño tenía problemas de salud y estudiaba en casa. Le pidieron que lo llevara personalmente, para ajustarlo allí. Arturo no quería viajar —su padre solía encargarse de los repartos—, pero insistieron. Era por el niño. No le quedó otra.

Llegaron a una aldea lejana. Al abrir la puerta, una mujer lo recibió. Arturo no esperaba eso —había hablado con un tal Javier, pensó que era hombre—, pero era ella, y con planos muy precisos.

—Hola, ¿está Javier? Traigo el encargo —dijo Arturo.

—Hola, soy Javier —respondió ella en voz baja, apartándose para dejarlo pasar con el escritorio—. Pase, por favor, pero hable bajo. Mi niño, Lucas, tiene miedo de los extraños.

Arturo entró. El niño estaba sentado ante una mesita incómoda, ensimismado con unas piezas.

—No se extrañe —añadió Javier—. Lucas no habla mucho. Vamos, cariño, prueba el escritorio que nos ha hecho don Arturo.

Lucas no quería distraerse —Arturo lo entendía, él era igual. Montó el escritorio, trasladó las piezas con cuidado y acomodó al niño. En el pasillo, Javier le explicó brevemente:

—Mi marido se fue con otra. Lucas ya tenía sus problemas, y él lo asustó, borracho. Los médicos dicen que mejorará. Lo eché, vivimos solos. Ya le transferí el dinero, gracias.

—Mucha suerte y salud para él —dijo Arturo—. Si necesita algo, avise. ¿Agua tengo? —se le secó la garganta.

Bebió un vaso, bajó al coche con su padre y volvieron a casa.

Durante días, Arturo no avanzó en su nuevo trabajo. Pensaba en el niño. Dejó todo, tomó restos de haya y tilo y trabajó hasta el amanecer. Su madre se inquietó:

—Te has encerrado demasiado.

A la mañana siguiente, metió las figuras en una mochila:

—Padre, necesito el coche.

Su madre se sorprendió —¿él solo? Su padre le dio las llaves en silencio.

Llegó rápido, recordaba el camino. Llamó. Silencio. Otra vez. Un ruido, alguien miró por la mirilla. La puerta se abrió. Lucas estaba ahí, agarrado a la pared:

—Hola, don Arturo.

—¿Estás solo? ¿Dónde está tu madre? ¡No abras a desconocidos! —Arturo entró, cerró la puerta y sintió que hablaba demasiado. Lucas, callado, volvió a su cuarto. Arturo sacó las figuras: una casita, un banco, un perro, un gato, personitas de madera. Lucas tocó una, suave al tacto, y de pronto sonrió, igual que Javier.

Ana volvió del mercado cargada. No solía dejar a Arturo solo tanto. Oyó voces en su habitación. Entró y se quedó sin palabras: Lucas jugaba con un hombre, ambos reían, movían las figuras y hablaban bajito, como entendiéndose sin palabras. ¡Era Arturo, el carpintero!

Al principio, no lo entendía. ¿Por qué empezó a viajar solo?

—Déjalo —decía su padre—. Nuestro Arturo no hace tonterías. Lo contará cuando sea hora.

Y unos meses después, Arturo no volvió solo:

—Madre, padre, les presento a Javier y a nuestro Lucas.

Su madre se quedó boquiabierta. Su padre le hizo callar. Luego vinieron los milagros: en primavera, Arturo llamó a Alejandro —hábil con las manos— y su padre ayudó con gusto. Para el otoño, ampliaron la casa. La boda fue discreta y Javier con Lucas se mudaron.

—Hijo, ¿de dónde salió esta felicidad? —preguntó Ana—. Siempre callado, tallando madera, ¡y de pronto traes una mujer y un niño!

—No sé, madre —sonrió Arturo—. ¿Recuerdas aquel cuento que me leías? Del héroe que esperó treinta años hasta que un ángel le dio agua de vida. Cuando vi a Javier y a Lucas, supe que eran como yo.Y cuando llegó la primavera siguiente, la risa de Lucas y el balbuceo de la pequeña Clara llenaron de vida la antigua casa de piedra, como si siempre hubieran estado destinados a estar allí.

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