Visitar a su hija en el cementerio era un ritual para Valentina. Aquella tarde, mientras caminaba entre las lápidas, vio a una niña desconocida sentada en un banco, susurrándole al retrato de una tumba. El corazón se le encogió.
La luz del atardecer se filtraba por las cortinas pesadas del salón, iluminando con rayos débiles el lujoso tapete persa. El aire, normalmente perfumado por flores exóticas y colonias caras, hoy se sentía pesado, cargado de electricidad, como antes de una tormenta.
¿Otra vez con lo de Lucía? Valerio, ¿en serio crees que debo hacerme cargo? La voz de Cristina, normalmente dulce y seductora, temblaba de rabia contenida. Estaba de pie, impecable en su bata de seda, como una figura de porcelana, lanzándole una mirada desafiante a su marido. ¡Tiene niñera! ¡Y además está su abuela, tu exmujer! ¿Por qué siempre tengo que dejarlo todo por ella?
Valerio, un hombre con canas en las sienes y una postura firme, ni siquiera levantó la vista de sus papeles. Su calma era engañosa, como la quietud antes de un temporal.
Ya lo hablamos, Cristina. Dos veces al mes. Dos sábados. No es una petición, es una condición que aceptaste al casarte conmigo. Adela necesita descansar. Y mi “exmujer”, como tanto te gusta llamarla, vive en otra ciudad y apenas ve a su nieta. Lucía es mi sangre. Y, por cierto, la hija de Olga. Tu antigua amiga.
La última frase la pronunció con un énfasis sutil, pero Cristina lo sintió como un golpe. Esa conexión era lo que más la sacaba de quicio.
Amiga soltó una risa amarga. ¿La misma Olga que lo dejó todo y tuvo una hija con cualquiera, dejándote a ti con las consecuencias?
Las palabras se le escaparon antes de pensarlo. Inmediatamente se mordió el labio. Un escalofrío le recorrió la espalda. Valerio dejó los documentos lentamente y la miró con una frialdad que la paralizó. Recordó lo ocurrido seis meses atrás: Lucía había derramado zumo en el sofá, Cristina la agarró del brazo y le gritó y entonces apareció él. Sin gritos, sin gestos. Solo apartó su mano y, con una calma helada, le dijo:
Si vuelves a tocarla si le pasa algo por tu culpa te romperé todos los dedos. Uno a uno. ¿Entendido?
Lo entendió. Entonces, como ahora, sabía que ese hombre, que la había sacado de la miseria y la rodeó de lujo, no la amaba. La toleraba. Y ella le temía. Tanto que la idea de volver a su viejo piso, con sus padres borrachos, le daba más miedo que cualquier castigo. Se había encerrado en esa jaula dorada, y ahora su carcelera era una niña pequeña.
Cambió el tono al instante. Sus ojos se llenaron de lágrimas, su voz se volvió melosa.
Valerito, perdóname No quise ofenderte. Es que estoy agotada Tengo una cita médica importante, llevo semanas esperándola.
Pero Valerio ya no la escuchaba. Hizo un gesto de desprecio, como espantando una mosca molesta. Su atención estaba puesta en la puerta, de donde llegaban las risas de Lucía. En el cuarto de juegos, la niña construía una torre con Adela, la niñera. El rostro de Valerio se transformó la dureza desapareció, sus ojos se llenaron de ternura. La levantó en brazos, haciéndola girar mientras ella se reía.
Cristina observaba desde el salón. El corazón le ardía de odio. Era una intrusa en ese mundo. Un elemento decorativo en una casa lujosa. Mientras Lucía existiera, siempre sería así. Y en su mente, endurecida por años de lucha, surgió una idea fría. “No temas pensó, dirigiéndose a la niña. Hoy nos despedimos, pequeña estorbo”.
Desde joven, supo lo que quería: la belleza era su única arma. Mientras su amiga Olga soñaba con el amor, ella estudiaba listas de hombres ricos. Eligió a Valerio, el padre de Olga, veinticinco años mayor, pero con poder, dinero y posición.
¿Traición? Para ella, esa palabra no existía. Sin remordimientos, sedujo al padre de su mejor amiga. Olga se derrumbó. Desapareció. Un año después, Valerio supo que había tenido una hija. Cuatro años más tarde, que había muerto en un accidente.
Abrumado por el dolor y la culpa, Valerio volcó todo su amor en su nieta, a quien llevó a vivir con él. Lucía se convirtió en el centro de su vida. Y Cristina, la joven y bella esposa, quedó relegada. La niña era un recordatorio constante de su traición y el mayor obstáculo para controlar a su marido y su fortuna. Ese obstáculo debía desaparecer.
Su plan fue sencillo y cruel. Primero, deshacerse de Adela, la niñera atenta, y reemplazarla por una estudiante distraída, siempre pegada al móvil.
Ese sábado, mientras Valerio estaba en una reunión, Cristina observó desde la ventana cómo la nueva niñera paseaba con Lucía en el parque. Esperó. Y llegó el momento el teléfono sonó, la chica se alejó hablando, dejando a la niña sola. Cristina salió, se acercó con una sonrisa.
Lucía, tu abuelo me pidió que te lleve a un lugar mágico. ¿Vamos?
La niña, que confiaba en “la tía Cris”, asintió entusiasmada. Minutos después, estaban en el coche. Por el retrovisor, Cristina vio a la niñera corriendo por el parque, desesperada. Su sonrisa se volvió cruel.
El viaje fue largo. Al principio, Lucía miraba por la ventana con curiosidad. Luego empezó a quejarse. Después, a llorar.
¡Quiero a mi abuelo! ¡Quiero ir a casa!
Cristina condujo en silencio, subiendo la música para ahogar el llanto. Condujo horas, adentrándose en la nada, hasta llegar a un cementerio abandonado. Los árboles añosos proyectaban sombras siniestras sobre las tumbas descuidadas.
Sacó a la niña llorando del coche. El aire olía a musgo y tierra húmeda.
Hemos llegado dijo. Esta es tu nueva casa. Tu abuelo no te encontrará. Adiós.
Lucía, aterrada, corrió hacia el coche, pero Cristina la empujó con fuerza. Cayó al suelo, sollozando. Para silenciarla, le dio una bofetada. La niña se quedó quieta, mirándola con ojos llenos de miedo. Cristina arrancó el coche y se fue sin mirar atrás.
Para Valentina, los sábados eran sagrados. Cada semana visitaba el cementerio donde descansaba su hija, Vera. Vestida de negro, caminaba en silencio, evitando las miradas de los vecinos. No quería compasión. Este dolor era solo suyo.
Doce años atrás, se mudó a ese pueblo buscando paz para Vera, enferma de los huesos. Los médicos recomendaron aire puro. Su marido no lo soportó y se fue. Ella se quedó sola.
Al principio fue insoportable. Se encerró en su dolor, cuidando a Vera hasta el final. Pero el pueblo no la dejó caer. Sus vecinas, la charlatana Adela y la callada pero bondadosa Marisol, le llevaban comida, la obligaban a descansar. Poco a poco, el hielo de su corazón se derritió. Aprendió a aceptar ayuda. Y luego, a darla.
Siete años atrás, Vera






