Visita Inesperada en el Hogar

**Un invitado inesperado en casa**

Lucía y Javier estaban sentados a la cabecera de la mesa, radiantes de felicidad. Su boda era un bullicio de alegría: los invitados bailaban, los brindis fluían sin parar. Después de la celebración, los recién casados partieron a un breve viaje de luna de miel, regalo de los padres de Lucía. Ya tenían donde vivir: un acogedor piso heredado de la abuela de Lucía. Pequeño, pero propio, en un buen barrio de Madrid, con reformas recientes, ideal para los dos. Al regresar del viaje, subieron con las maletas hasta su puerta. Javier introdujo la llave en la cerradura, pero se detuvo de golpe: la puerta estaba atrancada por dentro. ¡Alguien estaba dentro! Miró a Lucía con sorpresa, pulsó el timbre, y cuando la puerta se abrió, ambos se quedaron helados.

En el umbral estaba Francisco, el padre de Javier. “¿Padre? —exclamó Javier—. ¿Qué haces aquí?” Lucía, aún aturdida, notó que Francisco parecía cansado, con la mirada apagada. “Rita y yo hemos discutido —suspiró él—. ¿Puedo quedarme esta noche?” Lucía, aunque desconcertada, asintió: “Claro, Francisco, pase”. Dentro olía a macarrones con carne; el padre de Javier había preparado la cena con lo que encontró en el congelador. “Sabía que volveríais hoy”, añadió con timidez.

Lucía y Javier se habían casado tras un año de noviazgo. La boda fue animada, y Lucía ya conocía a toda la familia de su marido: Francisco, su suegro; Rita, la madrastra, que entró en su vida cuando Javier tenía siete años; las tías paternas, Carmen y Sofía; y las dos medias hermanas de Javier, Paula y Eva. Ambas embarazadas, se quejaron durante la boda, celosas del jolgorio mientras ellas solo podían tomar zumo. Lucía era educada, pero notaba la tensión: Rita y sus hijas siempre se mantenían al margen, como si Javier no fuera de los suyos.

Durante la cena, Francisco contó lo ocurrido. Paula, la hija mayor de Rita, había dado a luz antes de tiempo. El bebé estaba bien, pero su marido le había sido infiel, y ella había vuelto a casa de su madre. Rita exigió dinero a Francisco para un cochecito y una cuna, acusándole de ser responsable de su nieta. “No soy su abuelo —dijo él, amargado—. Y encima me echó de casa. Me quitó la tarjeta mientras dormía”. Lucía escuchaba, sintiendo cómo crecía su indignación. Rita siempre había sido autoritaria, pero esto era demasiado.

Javier frunció el ceño: “Padre, ¿has bloqueado la tarjeta?” Francisco negó con la cabeza: “No se me ocurrió… Ya lo había hecho antes”. Lucía intercambió una mirada con su marido. Sabían que Rita alquilaba su piso, pero vivía en la casa de Francisco, que en parte pertenecía a Javier —herencia de su difunta madre—. “Encima quiere tu parte —continuó su padre—. Me pidió que renunciaras a tu herencia”. Lucía soltó un grito: “¡Pero si es tuyo, Javier!”

Al día siguiente, Rita llamó a Javier. “Eres un hombre adulto —dijo—. Os irá bien con el piso de Lucía. Deja tu herencia a tu padre”. Javier respondió frío: “Es de mi madre. No cederé”. Rita amenazó: “Si no ayudas a Paula y renuncias, me divorcio de tu padre”. Javier sonrió con desdén: “Será lo mejor que hagas”.

Se reunió con su padre y le preguntó sin rodeos: “Padre, ¿eres feliz con ella?” Francisco vaciló, pero al final confesó: “Me usa. Estoy cansado”. Javier propuso un plan: firmar una donación, transfiriéndole la propiedad completa. “Si Rita se queda, es por ti. Si no, es su decisión”. Francisco aceptó, y al día siguiente firmaron los papeles. Lucía apoyaba a su marido, aunque nerviosa: “¿Y si arma un escándalo?” Javier encogió los hombros: “Que lo intente”.

Cuando Rita lo descubrió, irrumpió en el piso donde aún se hospedaba Francisco. “¿Cómo pudiste? —gritó—. ¡Te han engañado!” Él respondió tranquilo: “Tú querías el piso. Ahora es de Javier. Tú tienes el tuyo. Si no me quieres, vete”. Rita, al perder el control, recogió sus cosas y se marchó, lanzando: “¡Os arrepentiréis!” Pero nadie lo hizo. El divorcio fue rápido, sin nada que repartir.

El piso quedó en manos de Javier, y Francisco se quedó con su hijo y nuera. Lucía insistió: “Esta es tu casa, Francisco. Somos familia”. Más tarde, cuando tuvieron hijos, pidieron una hipoteca y se mudaron, dejando el piso a Francisco. Rita intentó volver, pero él fue firme. “Al fin soy libre”, dijo una noche en la cena, y Lucía sonrió. Su familia se fortaleció, mientras Rita se quedó con lo que eligió: ambiciones vacías.

**Moraleja:** La verdadera familia no se mide por la sangre, sino por el amor y la lealtad. Quien vive entre mentiras y egoísmo, termina solo.

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