Visita Inesperada en Casa

**Un Invitado Inesperado**

Lucía y Javier estaban sentados a la cabecera de la mesa, radiando felicidad. Su boda estaba en pleno apogeo: los invitados bailaban, los brindis fluían sin parar. Después de la celebración, los recién casados partieron hacia un breve viaje de luna de miel, un regalo de los padres de Lucía. Ya tenían hogar: un acogedor piso heredado de la abuela de ella. Pequeño, pero propio, en un buen barrio y con reformas recientes —ideal para los dos—. Al regresar del viaje, subieron cargados con las maletas hasta su puerta. Javier introdujo la llave en la cerradura, pero se detuvo bruscamente: la puerta estaba echada desde dentro. ¡Alguien estaba dentro! Con mirada de sorpresa, buscó los ojos de Lucía, pulsó el timbre y, cuando la puerta se abrió, ambos se quedaron helados.

En el umbral estaba Vicente, el padre de Javier. “¿Padre? —exclamó Javier—. ¿Qué haces aquí?” Lucía, aún aturdida, notó que Vicente parecía agotado, con la mirada apagada. “Margarita y yo discutimos —suspiró él—. ¿Puedo quedarme esta noche?” Lucía, desconcertada, asintió: “Claro, Vicente, pase”. Dentro, el aroma de unos macarrones con chorizo flotaba en el aire; Vicente había preparado la cena con lo que encontró en la nevera. “Sabía que volveríais hoy”, añadió con timidez.

Lucía y Javier se habían casado después de un año de relación. La boda fue bulliciosa, y ella ya conocía a toda la familia de él: Vicente, su padre; Margarita, la madrastra, que llegó cuando Javier tenía siete años; las tías paternas, Carmen y Rosa; y las dos hermanastras de Javier, Claudia y Elena. Ambas embarazadas, refunfuñaron durante la celebración, celosas del jolgorio mientras ellas debían conformarse con zumos. Lucía era educada, pero notaba la tensión: Margarita y sus hijas siempre se mantenían al margen, como si Javier no fuese de los suyos.

Durante la cena, Vicente confesó lo ocurrido. Claudia, la mayor, había dado a luz antes de tiempo. El bebé estaba bien, pero su pareja la había engañado, y ella regresó a casa de su madre. Margarita exigió dinero a Vicente para el cochecito y la cuna, acusándole de no hacerse cargo de su nieta. “No soy su abuelo —dijo Vicente, amargo—. Y encima me echó de casa. Me quitó la tarjeta mientras dormía”. Lucía escuchaba, sintiendo cómo la indignación crecía en su interior. Margarita siempre había sido autoritaria, pero esto ya era demasiado.

Javier frunció el ceño: “Padre, ¿has bloqueado la tarjeta?” Vicente negó con la cabeza: “No se me ocurrió… Ya lo había hecho antes”. Lucía intercambió una mirada con su marido. Sabían que Margarita alquilaba su piso, pero vivía en la casa de Vicente, que en parte pertenecía a Javier —herencia de su difunta madre—. “Encima quiere tu parte —continuó Vicente—. Quiere que renuncies a tu herencia”. Lucía no pudo contenerse: “¡Eso es tuyo, Javier!”

Al día siguiente, Margarita llamó a Javier. “Eres un hombre hecho y derecho —dijo—. Tienes tu vida con tu mujer. Deja tu herencia a tu padre”. Javier respondió helado: “Eso es de mi madre. No cederé nada”. Margarita pasó a las amenazas: “Si no ayudas a Claudia y renuncias, me divorcio de Vicente”. Él esbozó una sonrisa fría: “Será lo mejor que hagas”.

Regresó donde su padre y le preguntó sin rodeos: “¿Eres feliz con ella?” Vicente vaciló, pero al final admitió: “Solo me usa. Estoy cansado”. Javier propuso un plan: firmar una donación, traspasando la casa a su nombre. “Si Margarita se queda, es por ti. Si se va, es su decisión”. Vicente aceptó y, al día siguiente, firmaron los papeles. Lucía apoyaba a su marido, aunque con dudas: “¿Y si arma un escándalo?” Javier se encogió de hombros: “Que lo intente”.

Cuando Margarita se enteró, irrumpió en el piso donde aún se hospedaba Vicente. “¡¿Cómo has podido?! —gritó—. ¡Te han engañado!” Él respondió con calma: “Tú querías la casa. Ahora es de Javier. Tú tienes la tuya. Si no me quieres, vete”. Margarita, al ver que perdía el control, recogió sus cosas y se marchó, escupiendo: “¡Os arrepentiréis!” Pero nadie lo hizo. El divorcio fue rápido —no había nada que repartir—.

La casa quedó en manos de Javier, y Vicente se quedó viviendo con su hijo y nuera. Lucía fue firme: “Esta es tu casa, Vicente. Somos familia”. Tiempo después, con la llegada de los hijos, pidieron una hipoteca y se mudaron, dejando el piso a Vicente. Margarita intentó volver, pero él fue inflexible. “Al fin soy libre”, dijo una noche en la cena, y Lucía sonrió. Su familia se había fortalecido, mientras Margarita se quedó con lo que eligió: ambiciones vacías.

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