**La Visita Inesperada**
En el pequeño pueblo de Valdeflores, el aroma a pan recién hecho llenaba el aire mientras María Luisa lo horneaba en su viejo horno de leña. De repente, llamaron a la puerta, rompiendo la tranquilidad de la cocina como si fuera humo que se desvanece. María se secó las manos en el delantal y corrió a abrir.
—Mamá, te presento a Lola, mi novia —dijo su hijo David, plantado en el umbral con una sonrisa de oreja a oreja.
María miró a la chica y se quedó paralizada, como si un rayo la hubiera alcanzado. Lola era altísima, casi rozando los dos metros, con una minifalda, unos tacones imposibles, un maquillaje llamativo y un bolso enorme en la mano.
—Hola —logró decir María, intentando ocultar su conmoción—. ¡Antonio, ven aquí! —gritó a su marido—. ¡David ha traído a nuestra futura nuera, preséntate!
Antonio, arrastrando las zapatillas, apareció con una camiseta desgastada. Al ver a Lola, se le quedó la boca abierta como si hubiera visto un fantasma.
—Buenas —farfulló, y de un salto, volvió a meterse en la habitación para cambiar.
María lo siguió con la mirada, llena de reproche. Cuando su hijo le avisó dos días antes que vendría acompañado, se alegró. David ya pasaba de los treinta, era hora de que formara una familia. Se imaginaba a una chica modesta, quizá con una coleta y un vestido sencillo. Pero ¿Lola? No era lo que esperaba. Zapatos de aguja, uñas pintadas de colores, un bolso del que asomaban plumas… Era un desafío a todo lo que María consideraba normal.
—Pasa, Lola —dijo, forzando una sonrisa—. ¡Antonio, coge el bolso, no te quedes ahí parado!
Antonio, ya con una camisa limpia, agarró las maletas y guió a los invitados al interior. María aprovechó para susurrarle a su hijo:
—David, ¿a quién me has traído? ¿Qué es ese look?
—Mamá, no empieces —se rio David—. Por fuera es así, pero por dentro es un tesoro. Ya lo verás.
María resopló, escéptica, y santiguándose, murmuró:
—Ay, Dios mío, qué sorpresita nos has traído.
La casa se llenó de bullicio. Los hombres cuchicheaban en la mesa mientras Lola se instalaba en el dormitorio de María y Antonio, sacando sus cosas. María miraba con asombro cómo del bolso salían sombreros con plumas, bañadores y telas brillantes.
—¿Esto qué es? —preguntó, levantando con dos dedos algo que parecían hilos.
—Es lencería —respondió Lola, despreocupada—. ¿Quiere que le regale? Tengo más.
—No, gracias —refunfuñó María, sintiendo que se le subían los colores—. ¿Y por qué te has instalado en nuestra habitación?
—David apenas tiene espacio, y el tío Antonio dijo que no os importaba —sonrió Lola.
—¿El tío Antonio, eh? —masculló María, lanzando una mirada a su marido—. Vaya, vaya.
Lo agarró del brazo y lo sacó al patio.
—¿Te has vuelto loco? ¿Les has dado nuestro cuarto? ¡Ahora tú a dormir en el sofá, anfitrión! —le espetó.
En ese momento, desde el establo, se oyó el mugido de la vaca.
—¡Ay, que no he ordeñado a Estrellita por culpa de vosotros! —exclamó, y salió corriendo.
Lola, al oírla, la siguió.
—¿Puedo intentarlo? —preguntó tímidamente—. Nunca he ordeñado una vaca.
María la miró de arriba abajo.
—¿En eso? —preguntó sarcástica, señalando sus tacones.
—¡Me cambio! —Lola entró como un rayo y volvió con unos shorts y una camiseta.
María suspiró.
—Vale, vamos. Pero pónte un pañuelo en la cabeza.
—¿Puedo usar un sombrero? —gorjeó Lola—. Tengo uno precioso, con flores.
—¡Un pañuelo! —cortó María—. Vaya ideas…
En el establo, le entregó un cubo.
—Ordeña así. Yo voy a preparar el desayuno.
Pasó media hora y Lola no volvía. María puso la mesa y, refunfuñando, fue al establo. Al ver la escena, no pudo evitar reírse a carcajadas. Lola, con el pañuelo torcido, daba vueltas alrededor de la vaca, hablándole en voz baja.
—¡No la encuentro por ningún lado! —se defendió cuando María, entre risas, le enseñó cómo se hacía.
Después del desayuno, Lola decidió tomar el sol. Tendió una manta y se tumbó en el patio. Antonio, que llevaba una semana escaqueándose de las tareas, agarró la guadaña y empezó a cortar la hierba junto a la valla, echando miraditas a Lola.
—Lola, ¿me ayudas a recoger frambuesas? —canturreó María—. Haremos mermelada.
—¡Claro, tía Mari! —contestó entusiasmada.
En el huerto, María le dio un tarro. Lola recogía con tal entusiasmo que hasta sorprendió a María. Pero entonces la vecina la llamó y se pusieron a charlar un buen rato. María se quejaba de que había soñado con otra nuera, y la vecina le aconsejó que no juzgara tan pronto.
Al volver, María vio que Lola había desaparecido.
—¡Lola! ¿Dónde estás? —gritó.
—¡Aquí! —respondió desde un matorral de ortigas.
Lola salió cubierta de pegotes, con el pelo revuelto.
—¿Qué haces ahí? —exclamó María—. ¡Esa finca está abandonada!
—Pero las frambuesas son más grandes —dijo orgullosa, mostrando el tarro lleno.
—Ay, hija mía —suspiró María—. Vamos, que te quito los pegotes.
En el porche, con un peine en mano, María le arregló el pelo mientras le preguntaba por su vida. Lola no ocultó nada:
—Me crié con mi abuela. Mis padres siempre viajaban y luego… ya no estaban. Después del instituto, trabajé de camarera y en otros empleos. Luego me ofrecieron ser modelo, pero no me gustó. Cuando conocí a David, me propuso trabajar en su oficina, sirviendo café. Es un buen sitio.
María escuchó, y su corazón se ablandó sin querer. Tras esa fachada de colores había una chica que había pasado por muchas penas.
Al anochecer, todos se reunieron en la terraza. Lola, mirando a María, dijo en voz baja:
—Tía Mari, ¿me enseña todo lo que sabe? Aquí se está tan bien…
María le guiñó un ojo a su hijo.
—¿Y te casarás con mi David?
Lola se sonrojó.
—Aún no me lo ha pedido… —musitó.
David se rio a carcajadas.
—¡Qué lista eres, madre! Parece que no me vas a dejar en paz.
—Ya has tenido suficiente —refunfuñó María—. Oye, Lola, si no te pide nada, ven a vivir aquí. ¡Yo te busco novio!
—Gracias, tía Mari —sonrió Lola—, pero me quedo con David.
Medio año después, la boda se celebró por todo lo alto. Poco después, Lola le susurró a María que pronto— “*Y pronto seré abuelita*,” pensó María con una sonrisa, mientras acariciaba el sombrero de flores que Lola había dejado olvidado en la mesa.







