¡Vaya visita la que tuve con los padres de mi novio! No se me va a olvidar ni en la vida. Imagínate: miro dentro de una olla y, bajo una capa gruesa de grasa blanca, había patitas de cerdo, orejas ¡hasta un morro entero mirándome fijamente! Me dio un escalofrío, ¡puaj! No pude ni probarlo, aunque no quería ofender a nadie.
Primer encuentro: recibimiento caluroso
Mi novio, vamos a llamarle Javier, me invitó a su pueblo a conocer a sus padres. Su madre, digamos Carmen López, y su padre, José Martínez, viven en una casita con un pequeño jardín. Iba nerviosa, pero fueron súper amables. Carmen me abrazó, me sirvió té con un pastel casero y José no paraba de contar chistes e historias. Me relajé, pensando que todo iría bien… Pero eso solo era el principio.
Pesadilla culinaria: ¿qué hay en la olla?
A la hora de cenar, Carmen nos llamó a la mesa. Esperaba algo sencillo pero rico, como unas patatas con filetes o un cocido. Pero en la mesa solo había una olla enorme con un olor rarísimo. Cuando miré dentro, casi me desmayo: flotaba una capa de grasa y, debajo, un líquido turbio con patitas, orejas ¡y hasta el hocico del cerdo! Era una especie de callos, pero en versión terrorífica.
Carmen, orgullosa, dijo: “Es nuestra receta familiar, ¡un plato especial!” Intenté sonreír, pero por dentro me encogí. Javier me guiñó el ojo: “Prueba, está bueno”. Pero ni loca. En mi casa también se hacen platos tradicionales, pero bien presentados, sin trozos que te miren. Fue como una peli de miedo. Me excusé diciendo que no tenía hambre, pero noté que Carmen se mosqueó un poco.
Costumbres chocantes: los platos y las tradiciones
Después de cenar, ofrecí ayudar, pero me dijeron que los invitados no fregaban. “¡Genial!”, pensé, “¿tendrán lavavajillas?” ¡Nada de eso! Carmen solo pasó los platos por agua fría y los guardó. Los cubiertos, igual, un enjuague rápido y listo. Flipé. En mi casa todo brilla, con jabón y agua caliente.
José, al verme sorprendida, comentó: “No nos gusta perder tiempo en tonterías. ¡Lo importante es que la comida sabe bien!” Asentí, pero por dentro pensaba: “¿Cómo pueden comer así?”. Luego vi un montón de basura en un rincón: peladuras, envases, hasta huesos. Carmen me explicó que sacaban la basura solo una vez a la semana para “no estar yendo cada día”. En mi casa se vacía a diario, ¡y la cocina siempre reluciente!
Más sorpresas: el desayuno del horror
Al día siguiente, esperaba algo normal… ¡pero me ofrecieron los mismos callos! Carmen los sacó de la nevera (sí, en la misma olla) y dijo: “Acábalos, que están frescos”. Volví a decir que no y comí solo pan con mantequilla. Javier intentó suavizarlo diciendo que era su tradición, pero yo ya contaba los minutos para irme.
Me enteré de que casi no tenían electrodomésticos. Ni aspiradora, la lavadora era antigua y el lavavajillas, ni en sueños. Carmen alardeaba de su “vida sencilla”, pero para mí era demasiado. Hasta en el baño había un trapo común para todos. ¡Ahí sí que me rendí!
Escape al aire libre: paseos por el pueblo
Lo único bueno fueron los paseos. Me perdí por el parque, las callecitas bonitas y hasta me refugié en un bar para comer algo decente. Pero al volver a la casa, me sentía incómoda. Javier entendía mi cara y hasta me confesó que a veces le daba vergüenza cómo vivían sus padres. Pero no pensaba cambiar nada.
De vuelta a casa: lecciones aprendidas
Cuando llegué a mi piso, abracé mi lavavajillas y comí en un plato limpio, feliz. Esta visita me enseñó a valorar el orden de mi casa. Sigo con Javier, pero dejé claro: más de un día con sus padres, no. Y pactamos que en nuestro futuro hogar habrá platos limpios, basura que se saca cada día ¡y cero morros de cerdo en la olla!
Al final, entendí que cada uno vive a su manera. No juzgo a Carmen y José, es su casa. Pero a mí me quedó claro: el orden y la limpieza no son tonterías. ¡Y ahora lo valoro más que nunca!