Visita Familiar: Cómo Mi Cortesía Desencadenó un Escándalo

Oye, esto de tener familiares de visita puede ser un lío, te lo digo yo. A veces tener buen corazón no es una bendición, sino un auténtico problema, sobre todo si los que vienen son de esos que se aprovechan y no tienen ni vergüenza.

Siempre he sido una persona tranquila, que evita conflictos. Me cuesta decir que no y trato de complacer a todos, especialmente a la familia. Aunque la mayoría no son precisamente cercanos, ¿pero qué le vamos a hacer? Como dice el refrán: “La familia es lo primero”.

Viven en un pueblo cerca de Toledo, y en cuanto terminan con las labores del campo, se les ocurre venir a la ciudad en manada. Y, como si fuera un acuerdo tácito, cada año mi casa se convierte en su destino favorito. Con otros parientes se toman un café y ya, pero para dormir… siempre en la mía.

Aguanté en silencio. Total, pensaba, ¿qué son un par de días? Luego vuelves a tu rutina, al trabajo y a la paz de siempre.

Pero este año me dejaron de piedra.

Un buen día de junio aparecieron anunciando que se quedaban… ¡tres meses!

—¿Te molestamos, eh? —dijo mi tío riéndose mientras metía dos maletas y un colchón en la entrada.

—¿Y la huerta? —pregunté cautelosa, intentando entender.

—Bah, este año descansaremos de ella. Queremos disfrutar del aire de la ciudad, y a tus hijos les vendrá bien jugar con los nuestros —contestó mi tía, sin molestarse siquiera en quitarse los zapatos.

Como si mi casa fuera un hotelito rural, pero gratis: alojamiento, comida y buena cara incluidos.

Una semana quizá habría aguantado, pero… ¿tres meses? ¡Por Dios! Además, mi marido y yo teníamos planeadas las vacaciones: playa, tranquilidad, sol… Todo reservado y las maletas casi hechas.

Cuando intenté sugerir con delicadeza que nos íbamos y que quizá ellos deberían ir pensando en regresar a su casa, se armó el belén.

—¡Qué egoísta eres, Nuria! —gritó mi tío—. Solo piensas en ti. ¡Ni siquiera hemos ido al parque o hecho todo lo que queríamos! Podrías cambiar tus vacaciones para el otoño, ¿no?

Mi tía resopló, me lanzó una mirada y se metió en la cocina, cerrando los armarios con más fuerza de la necesaria. Los niños empezaron a lloriquear, y el ambiente se puso tan tenso que parecía que iba a estallar una tormenta. Pero sabía que, si no ponía freno ahora, acabarían celebrando hasta las Navidades en mi casa.

—Lo siento, pero nos vamos —dije con firmeza—. Sois adultos, podéis organizaros.

Primero hubo silencio. Luego, un revuelo de maletas, platos lavados con rabia y murmullos a media voz. Al irse, se llevaron la mitad de lo que había en la nevera.

—Vaya hospitalidad… —murmuró mi tía sin mirarme.

La puerta se cerró. Y entonces… silencio. Ese silencio raro y dulce que tanto echas de menos. Me senté en el sofá, abracé un cojín y por primera vez en semanas respiré tranquila.

Sí, me sentí mal. No quería peleas ni herir a nadie. Pero… ¿dónde estaba el límite? ¿Cuándo dejó mi amabilidad de ser bondad para convertirse en un peso?

Ahora lo tengo claro: ayudar, sí. Recibir, también. Pero que nadie se monte en mis espaldas. Eso, jamás.

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