Visita a la suegra: un cálido recibimiento en el pueblo

Hace tiempo, en un pueblecito de Castilla, llegué tras un largo viaje desde Italia. Me llamo Carmen, y tras agotadoras escalas y maletas pesadas, al fin pisé la tierra que me vio crecer. La fatiga del camino se disipó al imaginar el abrazo de mis pequeños y el calor de mi suegra, a quien llamaremos Isabel García. Sabía que en su hogar, sencillo pero lleno de amor, me esperaba el descanso del alma.

Al llegar, deshice mis bultos y me acomodé un momento. Los niños, a quienes nombraré Elena y Javier, no tardaron en rodearme, contándome sus travesuras entre los olivares y las eras. Sus risas, frescas como el aire de la meseta, me devolvieron las fuerzas. Isabel, entre cacerolas y el aroma a tomillo, preparaba algo que olía a cielo. Me uní a ese bullicio doméstico, donde cada gesto era un arrullo.

Con el primer respiro, nos sentamos a tomar chocolate caliente. Sobre la mesa, buñuelos caseros, miel de la colmena y pan recién horneado despuntaban como un festín. Recordé entonces aquellos roscos de Pascua que Isabel solía hacer, famosos en todo el pueblo. “¿Y tus dulces de almendra, esos que nunca faltan?”, pregunté con guiño.

Pero ella solo rio, achicando los ojos. “¡Ay, niña! Esta vez me ahorré el trabajo. ¿No trajiste ese panettone de Milán?”. Caí en cuenta: claro, en mi afán por compartir algo distinto, había llevado ese bizcocho italiano, dorado y repleto de frutas escarchadas. Lo abrimos al instante, y los ojos de Elena brillaron como luceros. “¡Es como comer nubes con azúcar!”, exclamó. Mientras repartíamos trozos, algo en mi pecho se ensanchó. No hay tesoro que iguale ver a los tuyos felices.

Isabel, entre sorbo y sorbo, hilvanó las novedades del lugar: cómo el tío Ramón había plantado viñas nuevas, cómo los chicos del pueblo ganaron el torneo de calva. Yo, a mi vez, hablé de los mercados florentinos, de las plazas donde los italianos celebran la vida. “Siempre traes pedacitos del mundo a esta casa”, musitó ella. Y en su voz latía el orgullo de quien atesora los detalles.

Más tarde, paseé con los niños. Me enseñaron su reino: el arroyo donde atrapaban renacuajos, la encina centenaria bajo la que merendaban. Elena, orgullosa, me contó cómo Isabel le enseñó a trenzar coronas de romero; Javier, cómo ayudó a su abuelo a reparar la cancela. Respiré hondo, sabiendo que aquí, entre tierra y tradición, crecían seguros.

Al anochecer, Isabel nos convocó a la cena. Un cocido espeso, hecho “como a ti te gusta”, humeaba en la cazuela. El primer bocado me transportó a la infancia. Entre chascarrillos y segundas raciones, comprendí que ningún paisaje foráneo iguala a la lumbre de un hogar.

Antes de dormir, le agradecí a Isabel por cuidar de mis retoños. “Bah, ¿qué dices? Son mi sangre”, respondió, aunque yo veía las noches en vela, los rezos silenciosos por su salud. Prometí volver pronto, quizá aprender sus recetas. Aunque, bien pensado, nadie amasa el amor como ella.

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