Lucía freía unas croquetas cuando su marido entró en la cocina. «Lucía, tenemos que hablar», dijo Javier con determinación. «Habla», respondió ella sin apartar los ojos de la sartén.
«¿No podrías sentarte y escucharme como es debido?», insistió él, impaciente. «Ahora no puedo, Javier. Las croquetas se queman», replicó ella mientras las daba vueltas. «¿Qué querías decirme?».
Javier tragó saliva, buscando las palabras. «He conocido a otra mujer Me voy de casa».
«Enhorabuena. Me alegro por ti», contestó Lucía con serenidad.
Javier la miró desconcertado. «¿Enhorabuena? ¿Cómo que te alegras?».
Pero lo que él no sabía era lo que Lucía ya había planeado.
«La verdad», su amiga Carmen hizo una pausa, como si dudara en seguir. «Aún no entiendo cómo te atreviste. ¡Esto es demasiado, Lucía!».
«¿Demasiado qué? ¿Bueno o malo?».
«Depende de cómo se mire».
«Da igual cómo se mire», sonrió Lucía. «Lo importante es el resultado. Y a mí me ha salido perfecto. He conseguido exactamente lo que quería».
Carmen frunció el ceño. «Las consecuencias negativas llegarán, ya lo verás».
«No seas agorera», cortó Lucía. «Si llegan, ya las resolveré. Pero ahora es mi momento de alegría y victoria. Así que no me amargues la fiesta».
Carmen, ofendida, se encogió de hombros y fingió interesarse por el paisaje tras la ventana.
Todo comenzó aquella noche, cuando Javier, recién llegado del trabajo, anunció con incomodidad:
«Tenemos que hablar».
Lucía sintió un nudo en el estómago. Sabía que esto llegaría tarde o temprano.
«Habla», dijo ella, sin dejar de remover las croquetas.
«¿No podrías prestarme atención? ¿O prefieres que hable con tu espalda?».
«No tengo tiempo para sentarme, cariño. En cualquier momento, Álvaro me llamará: “Mamá, esto; mamá, lo otro” Así que mejor dilo ya. ¿Qué querías contarme?».
Javier vaciló. «He conocido a alguien».
«¿Y?», preguntó Lucía, sin volverse.
«¡Apaga ya ese fuego!», estalló él. «¿Es que no me oyes? ¡Estoy enamorado de otra mujer!».
«Te oigo perfectamente», dijo ella, finalmente mirándolo. «Te felicito».
Javier palideció. No esperaba esa reacción.
«¿Lo sabías?».
«No, pero lo intuía».
«¿Cómo?».
«Claro. Si yo llegara tarde del trabajo, escondiera el móvil o me cambiara de habitación sin razón Tú también lo notarías. Cuando el amor se acaba, se nota».
«¿Y por qué no dijiste nada?».
Lucía esbozó una sonrisa astuta. «Tú me pediste matrimonio. Y si alguien iba a romper esta familia, serías tú».
Javier la observó, sorprendido por su entereza. Esperaba lágrimas, no esta calma.
«Bueno, tengo una propuesta».
Lucía se sentó. «Esto suena interesante».
«He pensado Con la hipoteca Tú sola no podrás pagarla, ni siquiera con la pensión alimenticia».
«¿Así que el divorcio es un hecho?», preguntó ella con frialdad.
«¿Qué hay que discutir? Sabes que no me perdonarás».
«Claro», sonrió Lucía. «Me conoces como la palma de tu mano».
«Pues eso. Será mejor que tú te mudes a tu piso de una habitación, y yo me quedo aquí».
«¿Y los niños?».
«¿Qué pasa con ellos? Irán contigo, claro».
«Así que yo, con dos hijos, viviré en veinte metros cuadrados, mientras tú y tu nueva novia os instaláis en nuestro piso de tres habitaciones. ¿Es eso?».
Javier asintió. «Tú no puedes pagar la hipoteca. Yo siempre la he pagado. Es lo lógico».
Lucía se levantó. «Necesito pensarlo».
Salió al balcón.
Javier, entre risas, se sirvió dos croquetas y un plato de puré de la olla exprés. No llegó a terminarlo.
«Acepto», anunció Lucía al regresar. «Con una condición».
Javier sonrió con condescendencia. «¿Cuál?».
«Tú te quedas este piso con tu nueva pareja y con nuestro hijo. Yo me iré con nuestra hija».
Javier palideció. «¡¿Estás loca?! ¡¿Quieres separar a los niños?!».
Lucía mantuvo la calma. «Los hijos son de los dos, la responsabilidad también. Tú querías un hijo varón, ¿no? Pues quédate con él. Yo me llevo a la niña. Me parece justo».
«¡Ninguna madre haría eso!».
«Pues ya ves. No pienso cargar yo sola con ellos mientras tú disfrutas. Así no será».
Javier salió furioso, consultó con familiares y amigos. Todos le aseguraron que Lucía fingía. Que ninguna madre abandonaría a su hijo.
Su nueva pareja, Raquel, estaba encantada: ¡un piso enorme en el centro! El niño de cuatro años era un detalle secundario.
Tres meses después, Javier llamó desesperado.
«Lucía, necesito hablar. Urgentemente».
Ella acudió.
«Por favor, llévate a Álvaro. No puedo más», suplicó él, demacrado.
Raquel lo había abandonado. Su madre se negó a ayudar.
Lucía ocultó una sonrisa. «¿Tan difícil es cuidar a un niño de cuatro años? Tú decías que yo no hacía nada».
Javier se humilló. «Llévatelo. Os mudáis aquí. Yo me iré. La hipoteca seguiré pagándola yo».
«Solo si lo firmamos todo legalmente».
Javier la miró con resentimiento. «No sabía que eras tan calculadora».
«Tuve buenos maestros», replicó ella.
Cumplió su palabra. El piso pasó a nombre de Lucía. Javier pagaba la hipoteca y la manutención de ambos hijos. Los visitaba cada fin de semana, llevando siempre flores para Lucía.
Como agradecimiento.
Ahora todos compadecen a Javier y critican a Lucía. «¡Pobrecillo! ¡Ella es una madre desnaturalizada!».
Pero ella sonríe, sabiendo que ganó.
Nunca creyó en las maldiciones. Solo en la justicia.
Y esta vez, la justicia llevaba su nombre.







