En casa siempre había botellas llenas, pero nunca comida. Los invitados llegaban casi todos los días.
Solo beben, beben, botellas por todas partes, pero ni un trozo de pan. Ni migajas quedan en la mesa, solo latas vacías y colillas, murmuró León mientras recorría la cocina con la mirada.
Está bien, mamá, me voy, dijo el niño mientras se ponía lentamente sus zapatos rotos.
Esperaba, como siempre, que su madre lo detuviera con un susurro cariñoso:
¿Adónde vas, hijo? Sin comer y con este frío. Quédate. Haré unas gachas, echaré a los invitados y limpiaré el suelo.
Pero su madre no era de palabras dulces. Las suyas pinchaban como espinas, haciéndole querer encogerse y esconderse.
Esta vez, decidió irse para siempre. León tenía seis años y se sentía lo suficientemente mayor. Primero necesitaba dinero para comprar un panecillo, quizás dos Su estómago rugía de hambre.
No sabía cómo conseguirlo, pero al pasar por un quiosco, vio una botella vacía medio enterrada en la nieve. Recordó que podía devolverlas por dinero. La guardó en el bolsillo y, más adelante, encontró una bolsa arrugada junto a una parada. Pasó la mañana recogiendo botellas.
Pronto la bolsa pesaba y sonaba alegremente. Imaginó un panecillo esponjoso, con pasas o mermelada, pero temió que el de mermelada costara más y siguió buscando.
Se perdió hasta la estación de tren. En el andén, donde los hombres bebían cerveza mientras esperaban, dejó su bolsa junto a un quiosco y corrió por otra botella. Al regresar, un hombre sucio y malhumorado se la había robado. León pidió que le devolviera sus botellas, pero el hombre lo miró con tal odio que el niño no tuvo más remedio que marcharse.
Su sueño del panecillo se esfumó como un espejo.
Recoger botellas no es fácil, pensó León mientras vagaba por las calles nevadas.
La nieve era húmeda y sus pies, helados. Al anochecer, sin darse cuenta, llegó a un portal y, acurrucándose junto al radiador, se durmió.
Al despertar, creyó soñar: estaba caliente, tranquilo y olía a algo delicioso.
Entró una mujer. Era hermosa y lo miró con dulzura.
¿Ya estás mejor, niño? preguntó. Dormías como un lirón en el portal. Te traje a mi casa.
¿Esta es mi casa ahora? preguntó León, incrédulo.
Si no tienes una, lo será, respondió ella.
Todo fue como un cuento. Aquella mujer, a quien llamaban Lianaun nombre que le parecía mágico, lo alimentó, lo cuidó y le compró ropa nueva. Poco a poco, León le contó su vida con su madre.
¿Quieres que sea tu mamá? le preguntó una vez, abrazándolo fuerte, como hacen las madres de verdad.
Él, por supuesto, quería pero
La felicidad duró poco. Una semana después, llegó su madre, casi sobria, gritando:
Nadie me ha quitado la patria potestad. Mi hijo es mío.
Al salir, los copos de nieve caían del cielo, y la casa de Liana le pareció un castillo blanco cubierto de magia.
Después, la vida se volvió dura. Su madre bebía. León huía, dormía en estaciones, recogía botellas, compraba pan. No confiaba en nadie.
Con el tiempo, le quitaron la custodia y lo llevaron a un orfanato.
Lo que más le dolía era no recordar dónde estaba aquella casa-blanca, donde vivía la mujer de nombre de hada.
Años después, en el orfanato, León era callado y solitario. Solo le gustaba dibujar, siempre lo mismo: una casa blanca y nieve cayendo.
Un día, llegó una periodista llamada Liana. Al oír su nombre, León habló como nunca. Contó su historia con los ojos brillantes, como si cada palabra descongelara su corazón.
La periodista cumplió su promesa y publicó su historia.
Y ocurrió el milagro.
Liana, la mujer buena, no leía ese periódico, pero en su cumpleaños, le regalaron flores envueltas en él. Al ver el titular «Liana, León te busca», lo reconoció al instante.
Cuando se reencontraron, lloraron todos: él, ella, los cuidadores.
Te esperé tanto, susurró León.
Aunque no pudo llevárselo de inmediato, Liana lo visitaba cada día hasta que, por fin, se convirtió en su madre.
Hoy, a sus 26 años, León es ingeniero, feliz, comprometido. Ama profundamente a Liana, quien le dio todo.
Ella, años después, le confesó que su marido la dejó por no poder tener hijos. Se sentía vacía hasta que lo encontró en aquel portal.
León intentó buscar a su madre biológica, pero solo supo que se había ido con un exconvicto. No quiso saber más.
¿Para qué? Al final, comprendió que la familia no es solo sangre, sino el amor que nos elige y nos hace sentir en casa.





