El divorcio aplastó a Marina como un rodillo. Adoraba a su marido, jamás esperó una puñalada por la espalda. Pero él la engañó con su mejor amiga. En un día perdió a las dos personas en quienes confiaba su corazón. La fe en los hombres se derrumbó. Antes, cuando escuchaba eso de “todos los hombres son infieles”, se negaba a creerlo: “Mi Arturo no es así”. Ahora, la traición la quemaba por dentro y juró no volver a abrir su alma a nadie.
Marina criaba a su hija, Lucía. Su exmarido pagaba religiosamente la pensión y veía a la niña de vez en cuando, pero sin ganas de ser padre. Marina asumió su soledad como un destino. Hasta encontró cierto alivio amargo en ello: la vida sin un hombre parecía más simple. Pero al destino le encanta romper planes.
En el cumpleaños de una compañera de trabajo, en un pequeño bar de Salamanca, Marina conoció a Javier, el hermano de la cumpleañera. Él también había pasado por un divorcio y, para su sorpresa, su hijo Daniel vivía con él y no con su madre. Javier le explicó: el niño eligió quedarse con su padre, y su exmujer, ocupada con un nuevo amor, no puso objeciones. Un adolescente le resultaba un estorbo.
Esa noche despertó en Marina un calor olvidado. Como una chiquilla, sintió mariposas en el estómago, algo que no sentía desde hacía años. Javier tampoco quedó indiferente. Ambos, heridos por sus divorcios, temían nuevos sentimientos, pero la chispa entre ellos era irrefrenable.
Javier le pidió a su hermana el número de Marina y, tras reunir valor, la llamó. Sin llamarlo cita —esa palabra les sonaba ridícula a su edad—, le propuso encontrarse para hablar. Fueron a un acogedor restaurante, hablaron hasta el cierre sin darse cuenta del tiempo. Luego vino otro encuentro, y otro…
Un día, Lucía se quedó con su padre y Marina invitó a Javier a su casa. Después de aquella noche, supieron que no querían separarse más. Su amor, tierno y maduro, parecía un refugio del pasado. Pero había un obstáculo: los hijos.
Ambos tenían adolescentes. Daniel, el hijo de Javier, era un año mayor que Lucía. Caracteres distintos, intereses opuestos, círculos sociales diferentes. Al principio, Marina y Javier solo salían, a veces con los chicos, pero notaban con tristeza que Lucía y Daniel no solo se ignoraban, sino que apenas disimulaban su desprecio.
Tras un año y medio, Javier no pudo más. Le propuso matrimonio a Marina. La amaba tanto que se sentía casi un chiquillo, pero sabía que quería una familia de verdad, no como la que tuvo con su exmujer. Las citas secretas ya no le bastaban. Marina, aturdida, aceptó. También anhelaba dormir junto a él, preparar el desayuno juntos, ver películas por las noches.
Lo hablaron todo. Vivir en sus pisos de dos habitaciones era imposible: adolescentes de distinto sexo necesitaban cuartos separados. Vendieron sus pisos, sumaron los ahorros de Javier y compraron una casa espaciosa en las afueras de Salamanca. Solo faltaba lo más difícil: decírselo a los chicos.
Decidieron hablarlo por separado, para amortiguar el golpe. “¡No quiero vivir con Javier y su hijo!”, protestó Lucía. “¿Por qué no siguen saliendo como antes? ¿Para qué necesitan casarse y esa casa?”. Marina entendía a su hija, el corazón se le encogía de pena. Por ella, Lucía tendría que acostumbrarse a gente nueva. Pero sabía que, en unos años, su hija volaría del nido, ¿y qué le quedaría? ¿Vacío? Había muchas madres que se sacrificaron por sus hijos y luego les exigieron lo mismo. Marina no quería eso. Firme pero suave, le dijo: “La decisión está tomada. Pero siempre te escucharé, y tú eres lo más importante para mí”.
Lucía se enfurruñó, pero no discutió. Su padre, recién casado, casi no llamaba, y la niña se sentía abandonada. Tras una larga charla, aceptó a regañadientes, confiando en que su madre no la traicionaría.
La conversación de Javier fue igual de dura. “¿Por qué tengo que vivir con una chica y su madre?”, gruñó Daniel. “Porque amo a Marina”, respondió su padre con calma. “Pues me voy a vivir con mi madre”, replicó el chico. “Como quieras —no cedió Javier—, pero me dolerá que huyas cuando más te necesito. Además, allí vivirás en un piso minúsculo, y aquí tendrás tu propio cuarto. Quería poner una portería en el jardín para jugar al fútbol contigo”. Daniel, refunfuñando, cedió. “Pero no esperes que la trate como a una hermana”, advirtió. “Solo pido respeto”, contestó Javier.
Lucía también dejó claro que no quería saber nada de Daniel. La boda fue íntima, en familia. Los chicos pusieron cara de pocos amigos en el restaurante, dejando claro lo mucho que odiaban todo aquello.
A la semana, la familia se mudó. Decoraron las habitaciones de los chicos a su gusto, tan distintas como ellos. Lucía, madrugadora, se levantaba al amanecer y paseaba por la casa mientras todos dormían. Daniel, noctámbulo, se quedaba hasta tarde en el ordenador y los fines de semana dormía hasta el mediodía. Lucía odiaba el pescado; Daniel podía comerlo tres veces al día. Ella adoraba el pop japonés y el manga; él escuchaba punk rock y veía películas de acción. No tenían nada en común. Las conversaciones terminaban en discusiones por tonterías.
Pero Lucía se encariñó con Javier. Su padre casi había desaparecido de su vida, y el afecto masculino le hacía falta. Javier, aunque estricto, la trataba como a una hija, a veces incluso más consentidor que con Daniel. “Es una niña”, decía. Daniel, por su parte, se acercó a Marina. Su madre apenas se ocupaba de él, y ahora, con un nuevo novio, lo había olvidado. Marina sabía escuchar, no juzgaba, y pronto Daniel empezó a contarle sus secretos.
Marina y Javier esperaban que los chicos se hicieran amigos, pero tras seis meses, nada había cambiado. Volvían a casa por separado, en el colegio tenían grupos distintos, pasaban las tardes en sus cuartos. Los padres se resignaron: si no querían llevarse bien, al menos que no se pelearan.
Todo cambió por un incidente. Lucía tenía un pretendiente insistente, un chico de otra clase. No le gustaba, y además se comportaba de forma rara. Le enviaba mensajes, le dejaba notas, la invitaba a salir. Ella le pidió claramente que la dejara en paz, pero él no escuchaba.
Una tarde, tras el taller de teatro, Lucía se quedó hasta tarde en el colegio. Al salir, se topó con él. “Vamos a dar un paseo”, dijo, bloqueándole el paso. “¿O prefieres un café?”. “¡Déjame en paz! ¡No voy a ir contigo a ningún sitio!”, estalló Lucía. “¿No te gusto?”, frunció el ceño el chico. “¡No! ¡Y ya me tienes harta!”, contestó ella. Él la agarró del brazo: “Vendrás porque lo digo yo”. Lucía forcejeó, pero él era más fuerte.
Daniel también se había quedado ese día, charlando con amigos. El calor animaba a quedarse fuera. Al ir hacia la parada, vio a Lucía y al chico. Lucía parecía asustada, al borde del llanto. Daniel no lo pensó: corrió hacia ellos, seguido de sus amigos. “¡Suéltala!”, gritó. “¿Quién eres tú? ¿Su novio?”, se burló el otro. “¡Soy su hermano, imbécil!”, le espetó Daniel, dándole un puñetazoEl chico, mascullando amenazas, salió corriendo bajo las miradas furiosas de los amigos de Daniel. “¿Te hizo daño?”, preguntó él. “Me dejó marcado el brazo”, murmuró Lucía frotándose la muñeca. “No sé cómo quitármelo de encima”. “Ahora no volverá”, dijo uno de los amigos de Daniel. “¿Vas a casa?”, preguntó él. Lucía asintió y añadió en un susurro: “Gracias”.