Vínculos inesperados

Oye, te cuento esta historia como si estuviéramos tomando un café…

Después de recibir una prima en la fábrica, Andrés se fue con sus dos compadres a un pequeño bar del barrio. La prima no era mucho, pero como él era soltero, no le daba demasiada importancia al dinero.

—Si hay, bien— decía riendo —y si no, ya espero al próximo sueldo.

Sus amigos se quejaban de que sus mujeres les sacaban hasta el último euro, pero él solo se reía.

—Andrés, la vida del soltero es otra cosa— suspiró Iván —Yo con tres hijos y el sueldo justo… Te lo digo yo, no te cases, que luego es una cosa tras otra: los niños, los zapatos rotos, la ropa que ya no sirve…

Mientras reían, una chica vivaracha y guapa se les acercó. Al ver a Andrés, se sentó directamente en sus piernas. Él, más joven que sus amigos, se puso colorado pero al final la rodeó con el brazo.

—Me llamo Mari Carmen— dijo ella con una sonrisa.

—Andrés, para los amigos “Andri”— respondió él, mientras los otros se reían y se guiñaban el ojo.

Mari Carmen se levantó y, como Iván le acercó una silla de otra mesa, se sentó allí. Andrés, un chico de pueblo, tímido de natural, no sabía cómo lidiar con chicas tan directas, pero esa noche se fueron juntos. A la mañana siguiente, despertó a su lado.

—Tengo que ir al trabajo— le dijo, vistiéndose rápido mientras ella seguía en la cama.

—Andri, espero que esto no sea lo último entre nosotros— dijo desperezándose —Ven a mi piso después del turno, te esperaré.

El día se le hizo eterno, pero en cuanto salió, fue volando a verla. Mari Carmen lo esperaba en su residencia. Andrés se enamoró de esa chica alegre y vital, aunque sus amigos le advirtieron que solía andar entre hombres. Poco después, se casaron.

Al año, nació su hija Tania. Al principio, Mari Carmen era buena ama de casa: cocinaba, limpiaba, cuidaba a la niña… Pero cuando Tania cumplió el año, todo cambió. Andrés volvía del trabajo y la niña estaba siempre con la vecina.

—Andrés, yo ya tengo dos hijas y mucho que hacer— se quejó la vecina —Dile a tu mujer que no puedo seguir cuidando de Tania.

Las peleas fueron constantes. Mari Carmen empezó a llevar hombres a casa, y cuando Andrés llegaba, los echaba a todos. Un día, tras una fuerte discusión, ella le soltó:

—Llévate a Tania y vete a tomar viento, no los quiero a ninguno de los dos. Vete a tu pueblo.

Así lo hizo. Su madre, Claudia, estaba muy enferma, postrada en cama, y la vecina Vera la cuidaba. Las casas estaban tan juntas que ni siquiera había que salir por la puerta, el muro entre patios casi no existía. Vera pasaba directamente de su casa a la de Claudia, llevándole comida.

Andrés, que no visitaba el pueblo desde hacía tiempo, se sorprendió al ver a su madre en ese estado. No le quedaba nadie más. Entre una madre enferma y una hija de dos años, la situación era difícil. Consiguió trabajo en el pueblo, y Vera cuidaba de Tania mientras su hijo Timi, de tres años, jugaba con ella.

—No sé qué haría sin ti, Vera— le agradecía Andrés.

Vera estaba casada, pero su marido, Miguel, era un borracho violento. Tras una buena paliza de Andrés, el hombre desapareció para siempre, y ella, lejos de lamentarse, le dio las gracias. Un mes después, Claudia murió.

Ahora Andrés trabajaba y Tania pasaba el día en casa de Vera. En agradecimiento, él le ayudaba en todo. Su casita era pequeña y vieja, mientras que la de Vera, construida por su padre, un carpintero reputado, era sólida y espaciosa.

Los padres de Vera habían muerto jóvenes, y su hermana mayor se casó y se marchó. A los dieciocho, sola en casa, aceptó casarse con Miguel por consejo de Claudia. Tuvieron a Timi, pero el matrimonio fue un desastre.

Tras la muerte de su madre, Andrés empezó a pensar. Vera le gustaba mucho. Nada que ver con Mari Carmen: era hogareña, cariñosa, cocinaba bien y lo miraba con ternura.

—¿Cómo me casé con Mari Carmen?— se reprochaba —Esta es la mujer que merezco.

Un día, volvió del trabajo y encontró a Tania enferma en casa de Vera.

—Tuve que llamar al médico— le explicó Vera —Dale estas pastillas, que se quede aquí. La he puesto té con mermelada, déjala descansar.

Pasó la noche angustiado, y a la mañana siguiente corrió a verlas.

—La fiebre bajó al amanecer— le dijo Vera —No te preocupes, ve a trabajar.

Por la tarde, Tania, ya mejor pero débil, le sorprendió.

—Papá, ¿por qué no vivimos con tía Vera?— dijo de pronto —Yo la quiero de mamá.

Los dos adultos se miraron, incómodos pero conmovidos.

—Cariño, eso no se puede así…— tartamudeó Andrés.

—¿Por qué no?— murmuró Vera, ruborizándose —Tania tiene razón… En esa casa fría…— y se calló, avergonzada por haberlo sugerido.

Andrés se rió.

—Pues parece que mi hija nos ha resuelto el problema— dijo, tomándole la mano —Yo llevo tiempo pensándolo. Gracias por ofrecer lo que debería haber pedido yo.

Se casaron y fueron felices. Timi y Tania crecieron juntos, inseparables. A los quince y dieciséis años, sin darse cuenta, se enamoraron. Timi, alto y rubio de ojos azules, hacía suspirar a las chicas, pero solo tenía ojos para su “hermana”.

—Timi, ¿por qué siempre llevas a Tania?— le reclamaban.

—Porque es mi hermana, y que nadie se atreva a molestarla.

Pasaban los días leyendo, yendo al río o al bosque, hasta que Timi, ya con dieciocho, no pudo negárselo: amaba a Tania.

—¿Qué hago?— se desesperaba —Es mi hermana… ¿Cómo vivir sin ella?

Pero Tania sentía lo mismo. Cuando Timi se fue al servicio militar, ella lo despidió llorando. A su regreso, se abrazaron con tanta pasión que Vera lo entendió todo.

—Mamá, Timi quiere irse a la ciudad— confesó Tania llorando bajo el cerezo del jardín.

—Hija, sé lo que os pasa— Vera le reveló entonces la verdad —No sois hermanos.

La boda fue alegre y ruidosa. Un año después, nació su hijo Juanito. La familia era feliz, como siempre lo habían deseado.

Y así, sin más, te dejo la historia… ¿Verdad que es bonita?

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