Una nueva vida, una nueva familia
María salió feliz del consultorio médico: iba a ser madre. Regresó a casa rápidamente, ansiosa por darle la sorpresa a su marido, que ya estaba en casa tras su turno de noche. Normalmente, después de trabajar de madrugada, Alejandro dormía hasta el mediodía. Pero María sabía que hoy ya estaría despierto. Había pedido permiso en el trabajo para ir al médico.
Sin embargo, fue él quien le dio la sorpresa. Al abrir la puerta con su llave, vio un bolso de mujer sobre la mesita del recibidor.
—¿Qué es esto? —preguntó, desconcertada—. ¿De quién es?
No quería abrir la puerta del dormitorio, le daba miedo, pero ya lo intuía. Al entrar, confirmó sus sospechas: una mujer desconocida ocupaba su lugar en la cama, junto a Alejandro. No supo si fue su expresión o el susto, pero la mujer pasó corriendo a su lado y salió de la casa. Alejandro, en cambio, se levantó con calma y se vistió.
—Coge tu maleta, mete tus cosas y vete con tu amante —ordenó María con firmeza antes de salir de la habitación.
Se sintió tan mal, tan profundamente destrozada, que acabó en el hospital. El diagnóstico del médico fue claro:
—Perdiste al bebé.
Al volver a casa, la esperaban el silencio y el desorden de la pelea con su marido. Poco a poco, se recuperó y decidió empezar de cero. Lo primero fue divorciarse. Alejandro no apareció por allí; solo se vieron en el juzgado. Él la miró con culpa, pero no dijo nada.
Los días se convirtieron en meses, y pasó un año y medio desde el divorcio. A sus veintisiete años, rechazaba cualquier acercamiento de hombres, incluso cuando sus compañeras de trabajo le decían:
—María, parece que no estás viva. La vida sigue. Sí, tuviste una desgracia, pero aún te queda mucho por delante.
—No sé, algo se rompió dentro de mí —respondía—. No siento alegría por vivir.
—Pues fíjate en David —le aconsejaban—. ¿Crees que es casualidad que te espere después del trabajo y te lleve a casa? Es un buen hombre.
María finalmente le dio una oportunidad a David. Salieron a tomar café y pasearon. Con el tiempo, él le propuso matrimonio:
—Casémonos, María. Así no tendré que acompañarte a casa, porque volveremos juntos.
Después de la boda, todo fue así: juntos al trabajo, juntos de vuelta. Cenaban en casa, veían la televisión y a veces paseaban. Pero lo que más deseaba María era ser madre, y por alguna razón, no llegaba el embarazo.
Un día, fue con sus compañeros a un orfanato. Su empresa colaboraba con donaciones. Allí conoció a una niña de cuatro años, de mirada triste. Desde entonces, no pudo olvidarla.
—David, adoptemos a una niña. Si no podemos tener hijos propios, al menos demos un hogar a uno de esos niños que esperan una familia —le propuso.
—María, no podemos acoger a todos —respondió él.
—Pero aunque sea a una, sería un gran cambio para ella —insistió.
—¿De verdad lo quieres?
—Sí. Me gustó una niña, se llama Lucía. Es preciosa y tan triste…
David se sorprendió, pues nunca habían hablado de adoptar, pero accedió.
Lucía había nacido en el orfanato, abandonada por su madre. María habló con la directora, Sofía Martínez.
—Quiero adoptar a Lucía. ¿Qué necesito hacer?
—¿No tienen hijos propios?
—No, todavía no —contestó María, compartiendo su historia.
—Pero podrían tenerlos. Adoptar no llenará el vacío de lo perdido. Tienen que amar a Lucía por sí misma, no como un reemplazo. Piénsenlo bien y, si siguen decididos, vuelvan.
Al irse, María vio a Lucía sentada en un banco, abrazando un peluche. Esa imagen la persiguió.
Finalmente, Lucía se convirtió en su hija. María estaba feliz y agradecida, pero con el tiempo, David empezó a distanciarse. Un día, le confesó:
—María, cometimos un error. No puedo aceptar a Lucía. Quiero un hijo propio. Si no la devolvemos, elijo irme.
—No es una posesión —respondió María con firmeza—. Lucía es mi hija. Si te vas, te vas solo.
Se divorciaron, y María se mudó con Lucía. Un día, cerca de casa, se encontró con Alejandro.
—María, por fin te encuentro. Pregunté a los vecinos dónde vivías.
—¿Y qué quieres? —respondió fría.
—Quiero enmendar mis errores. Sé que por mí perdiste al bebé. Perdóname.
—No, Alejandro. Ahora debo irme —dijo, entrando al edificio con Lucía.
Él le gritó:
—Si necesitas algo, mi número sigue siendo el mismo.
Tiempo después, en otra visita al orfanato, María vio a una niña de diez años, llamada Paula, que le recordó a Lucía.
—¿Y si las adoptara a las dos? —pensó, pero sabía que, estando divorciada, no podría.
Sin embargo, recordó las palabras de Alejandro. Esa noche, lo llamó.
—Necesito hablar contigo.
Minutos después, estaba en su antigua cocina.
—¿Quieres que te ayude a adoptar a Paula? —preguntó él.
—Solo si estás seguro…
—Claro que sí. Por mi culpa perdiste mucho. Quiero enmendarlo. Seremos una familia.
María, aunque insegura, sintió que valía la pena intentarlo.
En Nochevieja, la casa estaba llena de alegría. Lucía y Paula decoraron el árbol, Alejandro colocó los regalos, y María preparó la cena. Las niñas preguntaban ansiosas:
—Mamá, ¿cuándo pondremos la mesa?
—Pronto, hijas —respondió María, sonriendo.
Alejandro observaba la escena, pensando: «Qué felicidad tener una familia».
Esa noche no fue solo el inicio de un año nuevo, sino de una nueva vida juntos. Con desafíos y esperanzas, pero enfrentándolos unidos.
La vida enseña que, a veces, las segundas oportunidades traen la felicidad que creíamos perdida.