La vida con un sentimiento de cosas no dichas
—Mamá, ¿dónde están mis peluches? —Lucía recorrió con la mirada la habitación, que en una mañana había pasado de ser un refugio acogedor a una estéril habitación de hospital. —¡Y en la estantería estaban mis juguetes de Kinder, tampoco los veo!
—Lucía, se los he dado a la tía Carmen. Su nieta es una niña tan dulce, una monada. La tía Carmen me dijo que su Aitana no se separaba del bolso con tus juguetes —respondió la voz de su madre desde la otra habitación.
—¿Cómo? ¿Esto es una broma? ¡Mamá, son mis cosas! ¡Mis juguetes! —con lágrimas en los ojos, Lucía entró corriendo donde su madre y casi gritó.
—Dios mío, una chica de diecisiete años llorando por unos trastos. Se los di a la tía Carmen, que tiene una nieta, al menos alguien los usará. Los tuyos solo estaban cogiendo polvo. ¿O es que a tu edad vas a ponerte a jugar como una niña pequeña? ¡Y deja de lloriquear, parece que te he regalado toda la habitación!
—¡Pues no me extrañaría que la próxima vez lo hicieras! ¡Llegaré y me habrás echado por otra nieta o hija de tu amiga! —gritó Lucía, furiosa, y corrió hacia la puerta.
Y siempre igual. Desde los quince, Lucía había empezado a trabajar para no pedirle dinero a su madre para ropa o maquillaje. Y en cuanto se compró un jersey y unos vaqueros con su primer sueldo, su madre hizo limpieza en su armario y sacó una bolsa entera de cosas “inútiles”.
—Ahora que ganas dinero, y la vecina del tercero tiene una hija pequeña. Ya has visto cómo viven. ¿Es que no te da pena? —dijo su madre con reproche después de que Lucía pasara una hora buscando su camiseta favorita.
—¡Mamá, no se puede hacer así! ¡Son mis cosas! ¡Al menos podrías habérmelo preguntado!
—Yo no te debo nada, pero tú, desagradecida, no tienes derecho a hablarme así. Yo te compré todas esas cosas con mi dinero —replicó su madre.
«¿Es que no lo entiende? —pensó Lucía, indignada, sentada frente al armario, ahora medio vacío—. ¿Cómo puede dar mis cosas a otra persona sin más?».
La siguiente vez, al volver del instituto, Lucía encontró la estantería de libros vacía. La colección que había empezado en cuarto de primaria había desaparecido.
—Mamá, me los regaló la abuela. ¡Tú no los compraste! ¿Por qué haces esto? —preguntó entre lágrimas.
—Total, no los lees. ¿Qué más da? Solo juntan polvo. Además, son libros infantiles, ya eres mayor, ¿para qué los quieres? Al final los hubiéramos llevado al pueblo para quemarlos —respondió su madre, como si no entendiera el problema.
—¡Da igual si los leo o no! ¡Son míos! Llama a tu amiga y que los devuelva.
—¿Estás loca? Qué vergüenza. No voy a llamar a nadie. No sé cómo he podido criarte así. Egoísta y mezquina, como tu padre. Él siempre me reñía por cada calcetín, y tú igual.
Aquel día, su madre nunca reveló a quién había regalado los libros. Desde entonces, Lucía solo compraba lo imprescindible, rechazaba los regalos de su madre para evitar reproches. Llevó parte de sus revistas y libros que aún no habían sido regalados a casa de su abuela para que los guardara, y colocaba sus cosas en su propia estantería, advirtiendo a su madre que no las tocara. Su madre se ofendía y pasaba días sin hablarle. «Qué hemos llegado, contando trapos. ¿Ahora cada uno comprará su propia comida?», soltaba su madre antes de encerrarse en sí misma.
La gota que colmó el vaso fue la desaparición de sus juguetes favoritos. Al volver a casa y descubrir que su madre se los había dado a la tía Carmen, Lucía no pudo contenerse. Sabía dónde vivía la amiga de su madre y, a pesar de la “vergüenza”, fue a recuperar sus cosas. «Que piensen lo que quieran. No dejaré que regalen mis cosas», pensó Lucía, dispuesta a pelearse con el mundo con tal de defender lo suyo.
—¡Lucía! ¿Adónde vas? —gritó su madre tras ella—. ¡No se te ocurra ir a casa de Carmen a humillarme!
Pero la chica ya no la escuchaba. Le daba igual. Para algunos eran solo juguetes, pero para ella significaban mucho.
Llamó a la puerta. La abrió una mujer de sesenta años. La tía Carmen era una vieja amiga de la familia. Hacía años, había ayudado a su madre a encontrar trabajo después del divorcio, y a veces cuidaba de Lucía de pequeña.
—Lucía, ¡hola! ¿Qué pasa? —preguntó Carmen, preocupada.
—Hola… No, no pasa nada… Bueno, sí —titubeó en el umbral, cubriéndose de un sudor frío por la vergüenza y la culpa de tener que pedir que le devolvieran los juguetes. Su determinación se desvaneció, y una duda la asaltó: ¿estaba haciendo lo correcto, o debía aceptar que ya no los tendría?
—No te quedes en la puerta. Pasa, cuéntame tranquila —la invitó Carmen.
Lucía entró y, sin quitarse los zapatos, se sentó en un pequeño puff junto a la entrada.
—Tía Carmen… Mi madre os dio esta mañana una bolsa con mis juguetes…
—¡Ah, sí, muchas gracias! A Aitana le encantan los peluches. Justo iba a darte algo como agradecimiento, pero pensé que tu madre pasaría. Como has venido, ahora mismo te lo traigo —Carmen se dio la vuelta, pero Lucía la detuvo.
—Tía Carmen, espere, por favor —dijo Lucía—. Me da mucha vergüenza venir con esto. Mi madre se enfadará, pero… me gustaría pedirle que me devuelva los juguetes.
Carmen la miró sorprendida:
—Pero ya se los he dado a Aitana. Será un poco raro quitárselos ahora.
—Sé cómo suena. Y me avergüenza pedirlo. No hace falta que me los devuelva todos, solo uno o dos… Tía Carmen, mi madre no me avisó. Si me hubiera preguntado, yo misma los habría preparado, no me importa, de verdad. Pero había un osito viejo, marrón, y una muñequita de trapo del tamaño de mi mano. Entiéndame, no son solo juguetes. Mi padre me los dio antes de… que se separara de mi madre. Son importantes para mí —Lucía rompió a llorar, cubriéndose el rostro con las manos.
—Dios mío, cariño —Carmen se arrodilló a su lado y la abrazó con fuerza—. Pensé que no los querías, eso me dijo tu madre. ¡No tenía ni idea!
Lucía no podía contener las lágrimas.
—Venga, vamos —Carmen se levantó, le tomó la mano y la llevó a la cocina—. He hecho té recién, tranquila, hablamos y decidimos qué hacer con tus juguetes.
Lucía sostenía la taza caliente y miraba el té oscuro. Recordó a su padre. Tras el divorcio, su madre le prohibió verlo, y en esas raras ocasiones en que iba, Lucía era feliz. Siempre sintió una conexión especial con él, pero solo se atrevió a admitirlo cuando las últimas cosas suyas fueron regaladas “por caridad”.
Y años atrás, su padre murió, sin dejarle más que un vacío y una tristeza infinita. Ni siquiera pudo despedirse.
La tía Carmen la sacFinalmente, Lucía y su madre aprendieron que, más allá de los objetos, lo que realmente importaba eran los recuerdos que guardaban en el corazón y el amor que ahora compartían, sanando juntas las heridas del pasado.