Víctor llegó de la marcha más tarde de lo habitual, su esposa Tamara, preocupada, ya temía que algo le hubiera ocurrido en el camino; Kólya, su hijo, impaciente, preguntaba: ¿dónde está papá?

15 de octubre de 2024

Hoy he esperado más de la cuenta la llegada de mi hermano Víctor, que había quedado retrasado en la carretera. Mi esposa, Teresa, se impacientó, pensando que algo malo habría ocurrido en el camino. Nuestro hijo, Pablo, se paseaba inquieto por la cocina preguntando por su papá, mientras trataba de meterse en sus botas con el abrigo aún a medio colgar.

Al fin, dos faros amarillos iluminaron el patio de los García y su coche se detuvo frente a la casa.
¡Papá! exclamó Pablo, saltando de la estufa y dando un brinco con una pierna, intentando entrar en la manta que llevaba puesta.
¿A dónde vas con esa prisa, chiquillo? Hace un frío de muerte y la noche está en su apogeo; vuelve a la estufa, que pronto entrará el padre le dije, intentando calmarlo.

Pablo se cruzó de brazos, infló los labios y se puso a sollozar.
¡No llores, que ya viene! le reprendió Teresa, pero Víctor todavía no aparecía en la puerta.
¿Qué habrá hecho? se lamentó Teresa, sospechando que el hombre había llegado borracho. Pablo, quédate aquí; yo mismo iré a ver.

Mamá, tengo miedo balbuceó el niño.
¿De qué te asustas? le replicó Teresa sin perder la paciencia.

Mientras Teresa le ajustaba el chal a Pablo, la puerta se abrió de golpe; una densa nube de vapor se coló en la estancia y, entre la niebla, Víctor entró acompañando a una joven de unos dieciocho años, envuelta en una capa ligera y un abrigo gris con cuello negro. Sus ojos, enormes y grises, parecían estar medio ocultos bajo una maraña de cabellos claros.

Adelante, entra, Eva. Tomás, ayúdale a colgar el abrigo ordenó Teresa sin comprender del todo la situación.

Eva, que estaba encinta, se dejó caer con dificultad en una silla, temblando como un pato en otoño. Se sentó con las manos frías y delgadas apoyadas en el regazo, mientras Pablo miraba con recelo desde la estufa.

¿Qué traes, hijo? gritó Víctor, arreando a Pablo del fuego y elevándolo como si fuera una pelota. Y tú, mujer, pon la comida, que no vamos a morir de hambre.

Al anochecer, cuando Pablo ya estaba medio dormido, escuché a Víctor murmurando algo y a Teresa protestando en voz baja, mientras la invitada sollozaba a su modo.

A la mañana siguiente, todo el pueblo sabía que Víctor García había traído a su hermana menor, embarazada. En la sombra del granero, Teresa contaba a las demás vecinas:

El hombre se fue, ya no tiene padres ni madre, ¿a dónde la llevaremos? Es como una muñeca sin dueño.
¿No habías dicho que era huérfana? le replicó una amiga.
Si no hay padres, ¿cómo puede ser huérfana? respondió Teresa, sin saber qué decir.

Al poco tiempo, Eva, tía de Pablo, decidió dar a luz y el médico del pueblo la llevó al hospital de Ávila. Poco después, nació una niña diminuta y rubicunda a la que llamamos Manuela. Eva nunca volvió.

¡Ha muerto! exclamó Teresa, dando un grito seco que resonó por la casa.

Manuela, pequeña como un muñeco, era la alegría de Pablo. La vio una vecina, la Sra. Luz, con su muñeca de trapo, y le dijo:

Ahora tendrás tu propia muñeca viva.

Yo, Víctor, me quedé callado, con la cabeza gacha.
¡Haced lo que queráis! gritó Teresa, cansada. Y salió al patio, dejando a Manuela durmiendo en su cuna.

Me acerqué a la niña, la acaricié y le susurré palabras de consuelo, llamándola sol y cariñito. Pablo, temeroso de que su madre la entregara al orfanato, se aferró a la falda de Teresa y gritó:

¡No la lleven al orfanato ni a la ribera del río! luchó con todas sus fuerzas.

Yo guardé silencio, mientras Teresa finalmente cedía.

Los años pasaron. Víctor trabajó como conductor de camión, Teresa ordeñaba vacas en la finca y Pablo, ahora llamado José, creció junto a Manuela. Cuando José volvió de la mili, llevó a Manuela al colegio y la tomó del brazo en cada ocasión. Los niños del pueblo la llamaban siempre la niña de la colilla.

Manuela se formó como enfermera y regresó al pueblo para ejercer. Encontró marido, se casó y tuvo hijos. Yo, ya mayor, dejé mi coche a su hermano, y ella cuidó de su madre hasta el último día.

Una noche, mientras la casa estaba en silencio, escuché una voz que parecía llamar:

Mamá
¿Qué quieres, hija? preguntó Teresa.
Siéntate, niña le respondió mi esposa, con ternura.
Perdóname, Manuela susurró la joven.
No tienes nada que perdonar contestó Teresa, explicándole que había pensado entregarla al orfanato, pero que al final la había criado como a su propia hija.

Al final, Manuela comprendió que su madre, aunque había sido la amante de mi hermano, la había querido de verdad y había hecho lo imposible por salvarla. Allí, bajo la luz tenue del horno, ella me confesó:

Mamá, te perdono. No eres culpable de lo que pasó; sólo has hecho lo mejor con lo que tenías.

Yo, viendo todo aquello, comprendí que la vida se compone de decisiones difíciles, de sacrificios ocultos y de amores inesperados. Cada error y cada acierto forman la trama de nuestras familias.

**Lección personal:** No juzgues a la gente por sus actos sin conocer su historia; la compasión y el perdón son los cimientos que sostienen cualquier hogar.

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MagistrUm
Víctor llegó de la marcha más tarde de lo habitual, su esposa Tamara, preocupada, ya temía que algo le hubiera ocurrido en el camino; Kólya, su hijo, impaciente, preguntaba: ¿dónde está papá?