Viaje decisivo hacia el hogar perdido

*Diario de un hombre*

Esa mañana fría de diciembre, Lucía y su marido Javier emprendieron el viaje hacia el pequeño pueblo de Pinosverdes para visitar a los padres de ella. La nieve crujía bajo sus pies, y el cielo, cubierto de nubes plomizas, amenazaba tormenta. Les esperaba un largo camino lleno de inquietudes e imprevistos. Sus padres ya los aguardaban, y cuando el coche se detuvo frente a la casa familiar, los recibieron con abrazos cálidos y alegres exclamaciones. Todos entraron juntos en el acogedor hogar, donde la mesa humeaba con platos recién hechos. Olía a pan recién horneado, y en la chimenea crepitaban las leñas, creando una atmósfera de paz.

El padre de Lucía, Antonio, llevó a Javier al salón para hablar de “cosas de hombres”—la política, los coches, la pesca. Mientras, Lucía y su madre, Carmen, se refugiaron en la cocina, donde, como manda la tradición, entre tazas de té, hablaron de lo íntimo. La madre estaba preocupada: ¿por qué los jóvenes no pensaban aún en tener hijos? Lucía, sonriendo, la tranquilizó:

—Todo llegará, mamá, no te preocupes. Dentro de un año lo habremos decidido.

Pero en su voz había inseguridad, y en su corazón, una inquietud sorda. La noche envolvió la casa, y el viento aullaba fuera, augurando una nevada. Lucía se acurrucó contra Javier, y sus brazos fueron tan tiernos como en los primeros años de amor. Durmió sintiéndose segura, aunque en el fondo de su alma crecía un presentimiento de desgracia.

Al amanecer, los despertaron el aroma del café recién hecho y de las tortitas doradas. Lucía se lavó la cara con agua helada, sacudiendo el último resto de sueño, y se acercó a su marido. Javier, masajeándose el hombro, de repente gritó de dolor. Su rostro se torció, y Lucía se quedó paralizada por el miedo: algo no iba bien.

—Es el hombro otra vez—murmuró él, intentando sonreír—. Se me pasará, como siempre.

Carmen, al oírlos, trajo una pomada casera y una bufanda caliente. Vendó con destreza el brazo de su yerno, diciendo que todo estaría bien. Pero Lucía veía cómo él hacía muecas de dolor, y su corazón se encogió de angustia.

—Lucía, parece que tendrás que conducir tú—le susurró Javier cuando quedaron solos.

Ella asintió, aunque por dentro todo en ella se rebelaba. El viaje de vuelta prometía ser duro, y tras la nevada nocturna, daba aún más miedo. Pero no había marcha atrás.

Aquel año fue una prueba para Lucía y Javier. No pudieron pasar el Año Nuevo con sus padres: Javier insistió en una reunión crucial con socios que podrían abrirle nuevas oportunidades en su negocio. Lucía, aunque lo entendía, no podía evitar sentirse culpable. Decidieron visitarlos dos semanas antes, llevando regalos—un móvil nuevo para su padre y botas de invierno para su madre—, junto con frutas, vino y dulces, como era costumbre en su familia.

Pero la alegría se nubló con una noticia inesperada. La víspera del viaje, Lucía recibió un mensaje: había muerto su compañera Marta, con quien trabajó más de diez años. Las lágrimas rodaban por sus mejillas, y el corazón le dolía. Javier la abrazó, intentando consolarla, pero ella sabía cuán frágil era la vida, y ese pensamiento no la abandonaba.

La noche anterior al viaje fue agitada. Lucía tuvo pesadillas, pero al despertar no recordaba ninguna. Solo le quedaba un peso en el pecho. No dijo nada a Javier para no preocuparlo, y salieron al amanecer.

Sorprendentemente, la mañana estaba despejada. Un suave frío y algunos rayos de sol se colaban entre las nubes. La carretera en la ciudad estaba resbaladiza, pero al llegar a la autovía, respiraron aliviados: el asfalto estaba limpio. Sin embargo, tras cien kilómetros, todo cambió. El cielo se oscureció y comenzó a nevar. El coche avanzaba lentamente en la ventisca, mientras Lucía apretaba el volante con fuerza, resistiéndose al pánico.

Cuando por fin llegaron a Pinosverdes, sus padres ya esperaban en la puerta. Abrazos, risas, el calor del hogar—todo eso ahuyentó por un momento la inquietud. Durante la cena, Lucía sintió que volvía a la infancia: los olores familiares, las bromas de su madre, los relatos de su padre. Pero cuando hablaron de los hijos, sintió de nuevo el pinchazo de culpa. Su madre la miró con esperanza, y Lucía, para tranquilizarla, prometió que pronto cambiarían las cosas.

Esa noche, la tormenta arreLa tormenta arreció con fuerza, pero al día siguiente, mientras regresaban a casa bajo un cielo finalmente despejado, Lucía sintió que algo había cambiado para siempre, como si la vida misma les hubiera dado una segunda oportunidad.

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