**Un Viaje que Cambió Todo**
En una fría mañana de diciembre, Ana y su marido, Alejandro, partieron hacia el pequeño pueblo de Pinar del Río para visitar a los padres de ella. La nieve crujía bajo sus pies y el cielo, cubierto de nubes plomizas, amenazaba con una tormenta. Les esperaba un largo viaje lleno de inquietudes. Al llegar, los recibieron los cálidos abrazos y las risas de sus padres. Dentro de la casa, el aroma a pan recién horneado y el crepitar de la leña en la chimenea envolvían el ambiente en una calidez reconfortante.
El padre de Ana, Francisco, llevó a Alejandro al salón para hablar de «cosas de hombres» —fútbol, coches y la última política—. Mientras, Ana y su madre, Carmen, se refugiaron en la cocina, donde, entre sorbos de café, brotaron las confidencias. Su madre no podía ocultar su preocupación:
—¿Por qué todavía no piensan en tener hijos?
Ana esbozó una sonrisa tenue, tratando de calmarla.
—Todo llegará, mamá. Dentro de un año, lo hablamos.
Pero en su voz había dudas y en su corazón, una inquietud sorda. La noche envolvió la casa mientras el viento aullaba, presagiando la nevada. Ana se acurrucó contra Alejandro, cuyo abrazo era tan tierno como en sus primeros años juntos. Durmió, sintiéndose segura, aunque algo en su interior la perturbaba.
Al amanecer, el aroma del café recién hecho y de las tortitas doradas los despertó. Ana se lavó la cara con agua helada para espantar el sueño y se acercó a Alejandro. Él se frotaba el hombro con gesto dolorido, y de pronto, un grito escapó de sus labios. Ana se paralizó, el miedo apretándole el pecho.
—Es el hombro otra vez —murmuró él, intentando sonreír—. Se me pasará.
Carmen, al escucharlos, apareció con una pomada casera y una bufanda. Vendó con destreza el brazo de su yerno, murmurando palabras de consuelo. Pero Ana veía cómo él fruncía el cejo, y el corazón le latía con angustia.
—Ana, tendrás que conducir tú —susurró Alejandro cuando quedaron solos.
Ella asintió, aunque dentro de ella todo se rebelaba. El viaje de vuelta sería duro, y la nieve de la noche anterior lo hacía aún más peligroso. Pero no había opción.
Ese año había sido una prueba para ambos. No pudieron celebrar el Año Nuevo con sus padres: Alejandro insistió en asistir a una reunión con socios que podía impulsar su negocio. Ana, aunque lo entendía, arrastraba culpa. Decidieron visitarlos dos semanas antes, llevando regalos —un móvil nuevo para su padre y unas botas para su madre—, junto con frutas, vino y dulces, como era tradición.
Sin embargo, una noticia enturbió el momento. La noche anterior, Ana supo que su compañera de trabajo, Beatriz, había fallecido tras una década de amistad. Las lágrimas cayeron sin control y el dolor le rajó el pecho. Alejandro la abrazó, pero la fragilidad de la vida ya había clavado su semilla en ella.
La noche fue agitada. Pesadillas invisibles la persiguieron, y al amanecer, solo quedaba un peso en su pecho. No dijo nada, y partieron al alba.
Sorprendentemente, el día amaneció despejado. El frío era suave y el sol asomaba tímidamente entre las nubes. La carretera estaba helada, pero al llegar a la autovía, el alivio fue breve. Cien kilómetros después, el cielo se oscureció y comenzó a nevar. Ana apretó el volante con fuerza, resistiendo al pánico mientras el coche se abría paso entre la ventisca.
Por fin llegaron a Pinar del Río. Sus padres los esperaban en la puerta, rodeándolos de abrazos y risas. La cena la transportó a su infancia: los olores, las bromas de su madre, las historias de su padre. Pero la pregunta sobre los hijos le clavó de nuevo la culpa. Su madre la miró con esperanza, y ella prometió, una vez más, que pronto cambiarían las cosas.
Esa noche, la tormenta rugió con furia. El viento parecía llorar sueños rotos. Ana se aferró a Alejandro, y sus caricias la hicieron olvidar brevemente el miedo. Pero el regreso seguía ahí, acechando.
Por la mañana, Alejandro confesó que el hombro aún le dolía. Ana respiró hondo y tomó el volante. Sus padres los despidieron con sonrisas, pero en los ojos de su madre, Ana vio preocupación.
—Que el ángel de la guarda os acompañe —susurró Carmen al marcharse.
El viaje fue una pesadilla. Nieve sin limpiar, asfalto resbaladizo, coches que surgían de la nada. Alejandro callaba, solo indicando alguna gasolinera. Prometió relevarla, pero ella veía su dolor.
Entonces, la tragedia. Un coche invadió su carril. Ana giró bruscamente, pero la carretera era un espejo. El vehículo giró, y solo tuvo tiempo de pensar: «Esto es». Los segundos se alargaron. El coche salió de la vía, se hundió en la nieve y, inclinándose, chocó contra un árbol.
El motor seguía en marcha, la música sonaba. Ana y Alejandro, aturdidos, comprobaron que estaban vivos.
—Ana, ¿estás bien?
Ella asintió, las manos temblorosas. Alejandro, olvidando el dolor, la abrazó. Al instante, otros conductores llegaron, ofreciendo café caliente y ayuda. El coche tenía abolladuras y un espejo roto, pero funcionaba. Los servicios de emergencia los sacaron de la nieve y revisaron el vehículo.
—Han tenido suerte —dijo uno—. La nieve los salvó. ¿Pueden seguir?
—Sí —respondió Alejandro, ocupando el asiento del conductor.
Al llegar, llamaron a sus padres, omitiendo el accidente. Ana no podía olvidar las palabras de su madre sobre el ángel. Algo los había protegido.
Unas semanas después, en la consulta del médico, Ana lo entendió todo: estaba embarazada. Aquella noche en casa de sus padres, una nueva vida había comenzado. El ángel de la guarda no solo los salvó a ellos, sino también a su bebé. Las lágrimas rodaron por su rostro al compartir la noticia con Alejandro y sus padres.
La vida es impredecible, pero una cosa es cierta: lo que debe ocurrir, ocurrirá. Su ángel los acompañó en el momento crucial, y ahora, una nueva etapa llena de esperanza los esperaba.