Un viaje de 300 kilómetros: el encuentro frío entre la abuela y su nuera
María Eugenia siempre había soñado con tener nietos. Cuando su hijo Javier se casó con Isabel, la esperanza de que la familia creciera se hizo más fuerte. Sin embargo, pasaron los años y no llegaban los niños. Los médicos dieron un diagnóstico desalentador: Javier no podía tener hijos de manera natural. Tras muchas reflexiones y consultas, la pareja decidió intentar la fecundación in vitro, y, afortunadamente, la intervención fue un éxito: nació la tan esperada hija, Anita.
La felicidad parecía no tener fin. Javier adoraba a su esposa e hija, rodeándolas de atención y cariño. No obstante, con el tiempo, la armonía familiar se rompió. Javier se enamoró de otra mujer, joven y despreocupada, sin ataduras familiares. Dejando a Isabel con la pequeña, él se fue.
Incapaz de soportar la traición, Isabel empacó sus pertenencias y se mudó con sus padres a un pequeño pueblo de la provincia de Soria, a 300 kilómetros de Madrid. María Eugenia sufría por la ruptura de su hijo con Isabel, y especialmente por la separación de su nieta. Varias veces intentó comunicarse con Isabel, llamándola y escribiéndole, pero las respuestas eran frías y distantes.
Al cumplir Anita dos años, María Eugenia decidió felicitar a su nieta personalmente. Llamó a Isabel y le comunicó su intención de visitarlas con regalos. Aunque la nuera no se mostró entusiasta, tampoco se negó rotundamente. Recogiendo los mejores juguetes, bonitos conjuntos y los dulces favoritos de Anita, la abuela emprendió el largo viaje.
Al llegar a la provincia de Soria, María Eugenia esperaba una cálida bienvenida, pero la realidad fue diferente. Isabel la recibió en la entrada del edificio y le propuso dar un paseo con Anita. Era un fresco día otoñal y lloviznaba ligeramente. La abuela, empapada y fría, se mantuvo bajo el paraguas, sosteniendo las bolsas con regalos, intentando disfrutar de los breves momentos con su nieta. Isabel no la invitó a pasar al apartamento, ni a sentarse, tomar un té o, al menos, secarse después del viaje.
La conversación fue tensa y breve. Isabel respondía con monosílabos, evitando el contacto visual. Cuando María Eugenia ofreció los regalos, la nuera inicialmente se negó, pero al final los aceptó tras insistir. Media hora después, Isabel anunció que era hora de que Anita comiera y durmiera, se despidió y se fue, dejando a la abuela sola bajo la lluvia.
De regreso a Madrid, María Eugenia no pudo contener las lágrimas. Se sentía rechazada e innecesaria. Sabía que su hijo había actuado mal al abandonar a su familia, pero no lograba entender por qué Isabel volcaba su resentimiento hacia ella. Siempre había intentado apoyar a su nuera, ayudando con la niña y estando presente en momentos difíciles. Ahora se le había privado de la posibilidad de ver a Anita crecer y desarrollarse, y de la alegría de ser abuela.
En casa, María Eugenia tardó en recuperarse. Intentaba comprender el comportamiento de Isabel, sabiendo que había sufrido una traición y mucho dolor. Pero su corazón no encontraba paz. Esperaba que, con el tiempo, su nuera se ablandara y le permitiera formar parte de la vida de su nieta. Por ahora, solo le quedaba esperar y creer que el amor de una abuela hacia Anita podría superar los muros de la incomprensión y el rencor.