Viajé a ver a mi hijo, ¡y me echó al hotel!

En un apacible pueblo a orillas del Tajo, donde el aire se impregna del aroma de los huertos en flor, mi marido y yo vivimos en una amplia casa, siempre abierta para quien nos visite. Tenemos una habitación acogedora para los que llegan de fuera, y si faltan camas, con gusto cedemos la nuestra para que todos estén cómodos. Así nos criaron: dar de comer, abrigar y ofrecer cobijo es sagrado. Nuestra puerta nunca se cierra ante familiares y amigos.

Con los años, tuvimos tres hijos. La mayor, Lucía, vive cerca, en un pueblo vecino. Nos vemos casi todas las semanas, y su marido, un verdadero sol de persona, siempre está dispuesto a echarnos una mano. Con él, la suerte me sonrió.

La pequeña, Marta, estudia en la capital de provincia. Sueña con labrarse un futuro, y yo la apoyo—los hijos pueden esperar, pero los sueños hay que perseguirlos en la juventud. Llama a menudo, comparte sus novedades, y sé que siempre tendrá tiempo para nosotros.

Pero mi hijo, Javier, se marchó lejos—a tierras catalanas. Tras la universidad, montó un negocio con un amigo y ahora vive entregado a su trabajo. Tiene esposa, Raquel, y un nieto de seis años, mi adorado Pablo. Con mi nuera nunca hubo buena sintonía. Raquel es de otro mundo: fría, reservada, siempre descontenta. Nuestro pueblo le aburre, y hasta aleja a Pablo de visitarnos. La última vez que vinieron, aguantaron solo dos días antes de que Raquel dijera que no podía “respirar aquí”. Javier viene a veces solo, para evitar discusiones.

Este año, mi marido tuvo vacaciones, y decidimos visitar a nuestro hijo. En todos esos años, nunca habíamos ido a su casa, y teníamos curiosidad por ver cómo vivía. Por supuesto, avisamos con tiempo para no llegar como un rayo en cielo sereno.

Javier nos recibió en la estación con una sonrisa. Raquel, para mi sorpresa, había preparado una mesa—sencilla, pero algo es algo. Charlamos, reímos, y empecé a pensar que quizá las cosas no estaban tan mal. Pero al caer la tarde, mi corazón se hundió. Javier anunció que pasaríamos la noche en un hostal. Creí haber oído mal. ¿Un hostal? ¿Sus propios padres, y nos mandan a un hostal?

Para las ocho, llamó a un taxi y nos llevó a una habitación destartalada. Fría, húmeda, con la cama crujiendo y olor a humedad en los rincones. Mi marido y yo nos quedamos paralizados, incapaces de creer que nuestro hijo hubiera hecho eso. ¡Con gusto habría dormido en el suelo de su casa, no necesitaba lujos! Pero resultó que Raquel había sido clara: en su hogar no había sitio para nosotros.

Por la mañana, desayunamos con hambre. El hostal no tenía cocina, y el bar de la esquina era demasiado caro. Llamamos a Javier, y nos dijo que fuéramos a su casa a comer. Pasamos el día en su piso, mientras él y Raquel trabajaban. Pablo, nuestro nieto, nos alegraba con sus ocurrencias, pero el alma seguía vacía. Por la noche, otra cena, y otra vez el taxi al hostal. Al tercer día, no aguantamos más, cambiamos los billetes y volvimos a casa, sin esperar a que terminara aquella “hospitalidad”.

En casa, le conté mi dolor a Lucía. Ella ardió en ira. Agarró el teléfono y le dijo a su hermano todo lo que pensaba de su acto. Yo, entre lágrimas, me preguntaba: ¿cómo pudo mi hijo, al que crié con tanto amor, tratarme así? Ahora ni quiero hablar con él. No llama, no se disculpa, como si nada hubiera pasado.

La vecina, al enterarse, solo encogió los hombros: “Es lo normal, Carmen. La juventud de ahora prefiere su comodidad. Al menos no os dejó en la calle, pagó el hostal”. Pero para mí no es excusa. En nuestra casa siempre cabía la familia—a veces se dormía en colchones, en sofás, pero todos juntos, como debe ser. Y ahora esto—un hostal, como si fuéramos extraños.

¿Seré anticuada? Pero el corazón me duele. Mis hijas jamás harían algo así. ¿De verdad crié a un hijo que olvidó lo que es el hogar? ¿Cómo voy a vivir con este dolor?

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