Verdad al Horno: Cómo un Bacalao Cambió una Familia

**La verdad al horno: cómo un bacalao cambió a una familia**

Llegué a casa después del trabajo, cansado pero contento. Un olor delicioso salía de la cocina. Me asomé y me restregué las manos:

—¡Mmm, qué bien huele! ¿Qué estás cocinando, Mariela?

—He decidido hacer pescado al horno —respondió mi esposa con calma.

Antes de que pudiera preguntarle por las especias, unos ruidos extraños vinieron del fondo del piso. Me puse alerta:

—¿Otra vez los vecinos?

—No, no son los vecinos. En la habitación del fondo hay una sorpresa para ti —dijo Mariela con una sonrisa enigmática.

—¿Qué sorpresa? —pregunté, sorprendido.

—Ve y mira tú mismo.

Caminé lentamente por el pasillo, abrí la puerta con cuidado… y me quedé helado. En el sillón, como si nada, estaba sentada mi madre, doña Rosario Álvarez.

Había llegado sin avisar. Mariela, pensando que era el reparto, abrió la puerta de inmediato.

—Doña Rosario, buenas tardes. ¿Por qué no nos avisó? Podríamos no estar en casa…

—Tú trabajas, y ella está aquí. No soy una inválida, llegaré por mi cuenta. ¿Dónde está mi habitación?

—Pase por aquí, luego lo decidiremos.

—Tienen tres habitaciones, ¿y no puedes decirme ya? ¿Cómo es que él no lo sabía?

—Él tampoco estaba enterado. ¿No se lo dijo?

—¿Para qué? No vine de visita. Me quedaré a vivir con ustedes.

Mariela contuvo la respiración, aunque sentía cómo todo se le encogía por dentro. Tenía que terminar su trabajo, así que le pidió a su suegra que esperara un momento. La mujer miró alrededor con sorna y comentó antes de irse:

—El refrigerador está vacío…

—Llegará la compra pronto.

Cuando el repartidor trajo las bolsas, Mariela preparó rápidamente una comida sencilla: cortó queso, embutido, pan y preparó té.

—¿Quiere unas gachas o unos buñuelos?

—No te molestes. Si quiero algo, lo haré yo.

Mariela asintió y se fue. Media hora después, cuando terminó su trabajo, volvió a la cocina y escuchó que su suegra ya se había “instalado” en la habitación contigua al baño, donde yo solía pasar las noches con el ordenador. Doña Rosario ya había dejado claro:

—Qué desorden, qué suciedad, los platos sin lavar… ¿Acaso él ayuda en algo?

—Él trabaja y descansa aquí.

—¿Trabaja? Juguetes tiene. Tú en casa, pidiendo comida por internet. Y él, pobre, tiene que matarse a trabajar día y noche.

Mariela tragó saliva. Demasiada amargura acumulada, pero no era el momento. Recordó una reciente conversación con su madre, cuando se quejó de mis aficiones:

—Al menos no sale de fiesta. Juego en silencio —la consoló su madre.

—¿Y cuando vengan los niños?

—No tuvo infancia…

Y era cierto. Todo el dinero que mi madre nos dio para el piso, lo gasté en equipos carísimos. «Un sueño de niño», dije entonces. Pero el piso estaba a nombre de Mariela, gracias a sus padres.

Después de comer, doña Rosario se durmió en su “nueva” habitación. Yo regresé del trabajo, oí los ronquidos y me extrañé:

—¿Son los vecinos?

—No, es tu madre. Entra, habla con ella.

Se despertó justo a tiempo. Sin saludos, directo al grano:

—Me jubilé. Planeo viajar y, entre viaje y viaje, vivir aquí. Pienso vender mi piso. El dinero te lo di a ti, así que aquí también tengo mis metros.

—Madre, ¿en serio? Queríamos esa habitación para los niños. Mariela no estará de acuerdo.

—Entonces devuélveme el dinero. Todo sea justo.

—Ya te envío una mensualidad. Tengo mi propia familia.

—¿Familia? Ella en casa. Tú, trabajando solo. Enséñenme los papeles. Espero que todo esté en orden.

Mariela salió en silencio y volvió con una carpeta.

—Aquí están. El piso está a mi nombre. Mis padres pusieron el dinero.

—¿Y el mío?

—Gastado. En tu querido hijo. En su “infancia”.

Me levanté, mirándola con culpa:

—Perdona, madre. Pero entonces era mi sueño. Ahora… ya me cansé. No quiero más.

—¡Ajá! —estalló Mariela—. Y si no paras, pido el divorcio. Irás con tu madre, con tus juguetes.

—Mariela, ¡no! Lo venderé todo. Lo prometo. Vamos a cenar. Esta noche, sin ordenador.

Durante la cena, mi madre calló, frunciendo el ceño.

—Así que yo no valgo aquí. Y pensé que sería la dueña.

—Usted es la madre de mi esposo. Pero tenemos nuestra propia familia. Y no haré todo bajo sus órdenes.

—¡Oye, estás dominado!

—Prefiero estar bajo el zapato de mi esposa que bajo el control de mi madre. Toda mi vida decidiste por mí. Ya basta. Soy un adulto.

Doña Rosario se levantó en silencio, tomó su bolso:

—Llámame un taxi. Me voy. Tú ya me echarás de menos…

La acompañé en silencio hasta el coche. Al volver, me senté a la mesa:

—Quiero pescado y carne. Todo junto. Tengo mucha hambre.

—Lo de los juegos… ¿lo decías en serio?

—Sí. Lo venderé todo. Necesitaremos ese dinero para los niños. Ahora estoy listo. Con mi madre… ya nos arreglaremos. Lo importante es que tú estés aquí.

Mariela sonrió. Y dentro de ella, sintió que aquel “fruto prohibido”… por fin había madurado.

**Lección:** A veces, la verdad duele más que el horno, pero solo así se cocina una vida nueva.

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