Verano Subterráneo

**Verano en el Sótano**

Al principio fue el estruendo. Uno de esos que deja los oídos zumbando, como si un camión hubiera chocado contra la pared de la casa en la esquina de la calle Velázquez. Lucía soltó el cuenco de carne picada, el cristal se rompió con un sonido seco contra las baldosas, el gato saltó como un pájaro y se escondió bajo la mesa. Luego vino el silencio. No ese silencio normal, lleno de vida, con pasos de vecinos y ruidos de la calle, sino uno denso, mudo, como en los sótanos antiguos de tiempos de guerra. Hasta la nevera calló. Hasta el reloj de pared pareció contener la respiración.

Lucía se quedó inmóvil, con los brazos manchados de carne hasta los codos, y por un segundo olvidó cómo respirar. Solo cuando el corazón le dejó de apretar la garganta, entendió. No era un terremoto, ni una explosión, ni un coche. Era otra vez don Francisco, del séptimo piso, que se había caído. Un hombre mayor, solo, extraño. Hacía tiempo que notaba cómo se tambaleaba, como un jarrón vacío al borde de un estante.

Sin pensarlo, mordiéndose el labio hasta hacerse sangre, salió corriendo escaleras arriba. El corazón le latía como un tambor. El séptimo piso estaba justo encima del suyo. Don Francisco llevaba viviendo ahí desde los noventa. Desde que su mujer murió, se había convertido en una sombra: caminaba lento, apenas hablaba. Solo se oía un viejo disco girando en su casa por las mañanas. Y ese olor, algo medicinal, como ungüento o bálsamo. A veces se sentaba en el balcón con la bata puesta y miraba hacia abajo, como si esperara que alguien subiera por las escaleras.

Casi nunca se saludaban. Ella, por indiferencia; él, como si no la viera. En su portal nadie necesitaba a nadie. Se reconocían por los pasos, por el chirriar de las puertas, por los olores de las cocinas. Pero no por el nombre. No por la voz.

La puerta estaba entreabierta. Ella sabía que sería así: don Francisco siempre la dejaba así… por si acaso. Entró corriendo y lo encontró exactamente como temía.

Estaba tirado en el pasillo. Llevaba una camisa de franela azul y unos pantalones de deporte gastados. Junto a él, el bastón caído, un vaso roto. El rostro gris, los labios apretados en una línea fina. Gotas de sudor en la frente.

—¡Don Francisco! —Lucía se arrodilló a su lado—. ¿Me oye?

Él entreabrió los ojos, apenas. La respiración era pesada, como si subiera una cuesta.

—Soy yo… Lucía. Del sexto. Voy a llamar a una ambulancia…

—No —respondió con voz ronca—. Solo… ayúdeme a levantarme.

—¿Está loco? ¿Le duele algo? ¿El brazo? ¿La pierna?

—No. Solo… estoy débil. Traiga la silla. La blanca. La del baño.

—¿Seguro que no quiere que llame al médico?

Él la miró entonces, con una brusquedad inesperada:

—No. Basta de humillación. Al menos que los vecinos no me vean tirado como un anciano en el pasillo.

Trajo la silla. Él se apoyó en ella, en el bastón, se levantó despacio, con esfuerzo, pero sin ayuda. Al sentarse, exhaló como si expulsara toda la vergüenza.

—Gracias… No tenías por qué…

—Lo sé —contestó ella tras un silencio—. Pero me quedaré. Un rato.

Él no protestó.

Y se quedó.

Un día. Luego una semana. Hasta que pasó todo el verano.

Fregó el suelo, cocinó avena, sacó la basura. Él casi no hablaba. A veces miraba por la ventana como si esperara a alguien que ya no volvería. Otras dormitaba en el sillón, con el bastón entre las rodillas, como custodiando el pasado.

Lucía caminaba de puntillas por su casa, como en un museo. Cuando volvía a su piso, no sentía nada propio, como si viviera un piso más arriba. Era como si hubiera cedido su propio hogar sin darse cuenta.

La habían despedido en primavera. “Reestructuración”, dijeron. La contabilidad se eliminó. Buscar trabajo era inútil; en un pueblo tan pequeño no había vacantes. Su marido la había dejado hacía quince años. Primero se hundió en la bebida, luego desapareció. Su hijo estaba en el ejército, lejos. Escribía poco. Y, en el fondo, nadie la necesitaba. Se había acostumbrado. A ser invisible. A la soledad, como muebles viejos: chirrían, pero no los tiras.

Y de pronto… él.

Don Francisco. Su piso. Sus discos. Su respiración lenta.

A la semana, empezó a hablar. Primero de música. Luego de la guerra. De su esposa, Lola. Se conocieron en Granada. Ella cantaba en un coro. Él llevaba uniforme.

—Me dijo que parecía una polilla con charreteras. Me enfadé. Pero jamás pude alejarme después. Lo vivimos todo juntos: hijos, casas en el campo, trabajos… Y luego, el corazón. El suyo falló. Y yo me quedé solo.

Él hablaba, ella escuchaba. A veces se irritaba, le arrebataba la cuchara de la mano:

—¡Así no! ¡Ella lo hacía de otra manera! — y callaba. Ella se ofendía. Se iba. Pero volvía.

Porque sentía que él la esperaba.

O quizá ella también.

Una tarde, él le dijo:

—Tu voz tiembla cuando te enfadas. Al final, como si te faltara el aire. A Lola le pasaba igual. Siempre fingía ser fuerte. Pero por dentro se desmoronaba.

Ella no respondió. Porque era verdad.

En agosto, él se apagó. Casi no comía. Bebía agua a sorbos mínimos. Se sentaba en el sillón, envuelto en una manta, mirando fijamente hacia un rincón, como si supiera de dónde vendría alguien importante.

Le pidió:

—Trae el álbum. El que está tras los libros. Busca la página con las rosas.

Lo encontró. Entre las fotos, una postal antigua. Letra de mujer, redonda. Descolorida.

*Pepe, no te olvides de regar los geranios. Y saca las pilas del mando, que se gastan.*

Él escuchaba, pero no las palabras, sino su voz. No cerró los ojos, sino el alma.

Se durmió. Y no despertó.

Su hijo llegó en septiembre. Lucía lo esperó en la puerta del edificio. Camiseta sencilla, rostro cansado pero sereno.

—¿Estuviste con él? —preguntó él.

—Todo el verano —contestó ella.

La abrazó. En silencio. Sin palabras.

—¿Tú… quién eras para él?

Ella iba a decir “vecina”. O “solo le ayudaba”.

Pero de pronto respiró hondo:

—Estuve a su lado.

Él asintió.

Y con eso bastó.

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