Ventana que ya nadie espera

La ventana donde nadie espera

No notó que algo andaba mal al principio, pero en su interior algo le advertía: en esta historia había un desajuste. Como si la habitación estuviera ligeramente torcida, la silla desnivelada, y él a punto de perder el equilibrio. Nada evidente, solo una fina grieta en la realidad. Lo descubrió en primavera, en la ventana de enfrente. Una pequeña cocina en el quinto piso, donde la luz se encendía puntual a las ocho. Ella salía con una taza en la mano, descalza, con un jersey holgado, como si no sintiera frío porque la tierra bajo sus pies era la suya. Se sentaba a la mesa, abrazaba sus rodillas y pasaba horas mirando la pantalla de su portátil. A veces reía, echando la cabeza hacia atrás; otras, se secaba las lágrimas con la manga, sin apartar la vista, como si el dolor le fuera tan familiar como respirar. En sus gestos no había fingimiento, solo vida. Callada, auténtica.

No era hermosa según los cánones de revista, pero algo en ella lo atraía. Algo que lo hacía esperar esas tardes. Como quien aguarda el pronóstico del tiempo, no por la información, sino por escuchar esa voz. Vivía solo. Dos años desde el divorcio, y el silencio en su piso se había vuelto casi tangible, metiéndose en la cama, en el té, en las teclas que solo él tocaba. Comida: a domicilio. Conversaciones: mensajes sin encuentros. Su madre llamaba los domingos: «Ya tienes cuarenta y tres, hijo, no puedes seguir así». Él asentía, sonreía al teléfono y pulsaba la pantalla, deseando que la llamada terminara.

En primavera, ella miraba la pantalla. En verano, leía. En otoño, escribía. Siempre en la misma mesa. Con el mismo jersey. Y un gato, enroscado en el alféizar, como otro ritual más, como las cortinas, la taza, la luz cálida. En nueve meses, nunca miró hacia su ventana. Ni una vez. Como si supiera que él observaba, pero no daba señal. Él esperaba. Cada tarde, con la esperanza de que, quizás, se volvería. No para saludar. Solo para decir, sin palabras, que también lo veía.

Y entonces, en enero, la luz no se encendió.

Esperó. Una tarde. Otra. Una semana. Nada. Las cortinas, cerradas. El gato, desaparecido. Todo se había esfumado, como un libro arrancado a la mitad. No sabía qué hacer. No tenía derecho, pero tampoco podía aceptarlo. Al decimotercer día, fue. Cruzó el patio. Subió. Llamó.

La que abrió era otra. Joven. Sorprendida. Con auriculares en los oídos.

—Perdone… aquí vivía una mujer… de unos treinta… con un gato… pelo rubio…

—¿Ah… Lucía? —se quitó un auricular—. Murió. En diciembre. Estaba enferma. En el hospital. El gato, creo que se lo llevó alguien. Yo vivo aquí desde entonces.

Le dio las gracias. Se fue. Despacio. Como si con cada paso el silencio se volviera más denso. El patio estaba desolado, como si los árboles lo supieran. Volvió. Se sentó en el alféizar. Y entonces lo entendió: sus manos temblaban. Porque en esa ventana ya no había nada que esperar.

Ahora, por las noches, allí brillaban guirnaldas. Cálidas. Alegres. La luz bailaba en las paredes. Otra mujer, otras tazas, otra vida. Guitarra. Risa. Una voz desconocida. Y él seguía esperando, por si acaso, que ella apareciera. Que se sentara. Que acercara las rodillas al pecho. Y quizá, solo una vez… lo mirara.

No lo hizo.

Y en primavera, él encendió por primera vez la lámpara de su escritorio. Sin motivo. No porque oscureciera. Sino porque, tal vez, alguien estaría mirando desde el otro lado. Se sentó. Con un libro. Con una taza. Con un jersey viejo que olía a tiempo y a silencio.

Solo para que hubiera luz.

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