Pues vengo de una familia numerosa sin muchos lujos, ¡pero ni en mi casa habíamos visto una cosa así! En mi casa cada uno come en su plato, fregamos los cacharros por turnos, y hasta hace poco mis padres se compraron un lavavajillas (milagro moderno). Así que cuando fui a casa de mi novio y vi cómo se las gastaba su familia, flipé en colores.
Mi chico, digamos que se llama Álvaro, me invitó a conocer a sus padres. Viven en un pueblecito de Toledo, en una casita con su huertito. Yo, ilusionada, porque llevábamos unos meses saliendo y la cosa pintaba bien. Su madre, que llamaremos Carmen López, me recibió con los brazos abiertos: todo sonrisas, preguntándome por mi vida y sirviéndome un té con bizcocho casero. El padre, al que bautizaremos como Francisco Martínez, también era un cielo— contaba chistes y batallitas de su juventud. Vamos, primera impresión: diez sobre diez.
Pero luego llegó la cena… y ahí empezó el espectáculo. Nos sentamos a la mesa y solo había una cazuela grande con patatas, un cuenco de ensalada y… ¡un único plato hondo! Pensé que sería para servir, pero no. Carmen se llenó el plato de comida, empezó a comer y… luego se lo pasó a Francisco. Él también comió del mismo plato, luego a Álvaro y, finalmente, ¡a mí! Me quedé de piedra. En mi casa cada uno tiene su vajilla, y jamás había visto eso de compartir plato como si fuéramos astronautas en una misión.
Intenté disimular mi cara de póker, pero no debí lograrlo, porque Álvaro me susurró: *«Aquí es costumbre, no te rayes»*. ¡Que no me raye! Cogí un poquito de comida, intentando no pensar en los trocitos de patata que ya habían pasado por tres bocas antes que la mía. Carmen, viendo mi incomodidad, me soltó: *«Así ahorramos agua y no hay que fregar tanto»*. Sonreí por educación, pero por dentro pensaba: *«¿Pero esto es legal?»*.
Después de cenar, esperaba que lo de los platos fuese cosa puntual, pero… ¡sorpresa! A la hora de fregar, resulta que allí no era plan de dejarlo reluciente. Carmen enjuagó el plato fugazmente y lo guardó en el armario. La cazuela y el cuenco corrieron la misma suerte: un chorrito de agua y *«adiós, muy buenas»*. Me ofrecí a ayudar, pero me dijeron que *«los invitados no friegan»*. Bonito detalle, pero habría dado lo mismo por restregar todo con lejía.
Al día siguiente, otra joyita. Francisco hacía el desayuno—huevos fritos—y las cáscaras… ¡las tiró directamente a un rincón de la cocina donde ya había un mini vertedero! Pensé que me lo había imaginado cuando dijo: *«Luego lo recogemos, no pasa nada»*. Pero nadie recogió nada. El montón crecía: peladuras de fruta, bricks de leche vacíos, servilletas usadas… Carmen lo justificó: *«Aquí lo limpiamos una vez a la semana, así no perdemos tiempo»*. Me quedé ojiplática. En mi casa sacamos la basura a diario y la cocina brilla más que los dientes de un anuncio de dentífrico.
Álvaro, viendo mi cara de *«¿en qué mundo vivís?»*, intentó calmarme: *«Cada familia es un mundo, para nosotros es normal»*. Y yo, sin querer ser crítica, pero… ¿normal? ¿Comer del mismo plato y convivir con basura? Respeto su casa, pero mi mente gritaba: *«¡Esto es de traca!»*.
A los dos días me marché a casa, y, no voy a mentir, respiré aliviada. Lo primero que hice fue abrazar mi lavavajillas y comer en mi propio plato, como dios manda. Con Álvaro seguimos, pero dejé claro que en sus padres solo iría *«de pasada»*. Él, por suerte, lo entendió e incluso confesó que a veces él también se moría de vergüenza con esas costumbres.
Esta experiencia me hizo reflexionar: vaya diferencias hay en los hogares. No digo que su forma de vivir esté mal, pero desde luego no es la mía. Ahora, cuando hablamos de futuro, lo dejo clarín: tendremos vajilla individual, sacaremos la basura a diario y el lavavajillas será sagrado. Y sabes qué… ¡él está de acuerdo!