Venganza para el esposo infiel

Aquella noche dividió la vida de Lucía en un “antes y después”.

—¿Sabes, Lucía? He conocido a otra. Con ella todo encaja. ¡Pura pasión! No como nosotros, que hace siglos ni nos tocamos —declaró Adrián mientras se quitaba el anillo de casado con gesto despectivo, como si la culpa fuera solo de ella.

Lucía lo escuchó en silencio. No suplicó, no lloró, no intentó retenerlo. Lo dejó ir.

—No vamos a repartir nada. El piso es mío, lo compré antes del matrimonio, el coche también. Y a Max, el perro, ni lo pienses. Aunque lo adoptamos juntos, es mi refugio —dijo después, con firmeza.

—Me da igual ese animal. Quédatelo. Pero el piso y el coche deberíamos compartirlos.

—Si hubieras aportado dinero para ellos —lo interrumpió Lucía—. Pero como no fue así… no te quejes.

Adrián intentó discutir, pero al final se marchó. Ella se quedó con Max y con un deseo de venganza que ardía dentro.

Lucía sufría la traición.

—No creo que vuelva a confiar en nadie —confesó a su amiga Carmen.

—No entiendo cómo lo dejaste ir tan fácil. Tendrías que haberle dado su merecido.

—¿Cómo?

—Retenerlo, hacerle creer que lo perdonabas, y luego dejarlo tirado.

Lucía se encogió de hombros.

—La venganza es un plato que se sirve frío. Espera, ya volverá.

—¿Por qué lo dices?

—Porque estuvisteis juntos siete años, y esa Sandra no es más que un capricho del gimnasio. Encima, quince años más joven. Pronto Adrián se dará cuenta del error que cometió.

Y así fue.

En menos de tres meses, Adrián reapareció.

—¿Estás en casa? Paso por tu zona, puedo acercarme.

—¿Para qué?

—Olvidé mi paraguas favorito. Con el otoño que hace, lo necesito.

—Pues ven a buscarlo… —Lucía no discutió. Permitía que su ex entrara, revisara armarios, buscara excusas para volver. Notaba su incomodidad. Parecía desesperado por verla.

Cuando ya no quedaba ni un tornillo por llevarse, Adrián inventó otro motivo:

—Lucía, voy para allá. Espérame.

—¿Olvidaste algo más? —preguntó ella, frotándose las manos, emocionada al ver que su amiga tenía razón.

—Hace mucho que no veo a Max. Lo echo de menos. Seguro que él también.

—¿Max? ¿A ti? ¡No! ¿Crees que los perros y las mujeres esperan a quien las traiciona?

—Voy igual. Sandra cerró con llave y se fue a un evento de fitness. Hasta mañana no tengo donde caerme.

—Pues vete a un hotel.

—Pero… ¿puedo al menos cenar contigo?

—Bueno —cedió Lucía.

Adrián llegó.

—¡Esta tortilla de patatas tuya es para vender el alma! —exclamó, devorando cada bocado—. Con Sandra todo es… insípido. Siempre a dieta. Le pedí unas patatas fritas y se puso como un basilisco. Dijo que estoy gordo…

Lucía se rio. Su ex parecía ridículo. En tres meses de “amor intenso”, no solo había adelgazado: parecía marchitado, añadiéndose años de golpe.

—Come. Necesitas engordar —dijo Lucía, dándole un trozo de jamón a Max. Adrián miró con envidia cómo el perro comía mejor que él.

—Es hora de que te vayas —dijo Lucía al verlo instalado en el sofá, como antes.

—¡Déjame descansar! Hace siglos que no paso una noche tan agradable.

—Tengo cosas que hacer. Perdona.

—¿En serio? —Adrián entrecerró los ojos. No podía creer que su fiel Lucía tuviera vida propia.

—Tengo una cita —dijo ella, observando su reacción.

—¿Con quién?

—No es asunto tuyo. Sal. Y desocupa el sofá. Lo necesitaremos.

La cara de Adrián se descompuso. Pero no tuvo más remedio que irse. Esperaba que, por inercia, Lucía le ofreciera cariño, no solo el sofá.

Al marcharse, soltó:

—Mientes, Lucía. Nadie va a venir.

—¿Y eso?

—Si fuera cierto, ya habría arreglado el grifo. Un hombre decente no deja la casa de su mujer así.

—Los míos no vienen a arreglar grifos, sino a pasarlo bien. Así que vete, Adrián. Arréglalos con Sandra. Aunque me da que allí todo está peor. El mío lleva goteando desde que vivías tú, y ni te inmutaste.

—No sé de fontanería. Pero en otras cosas soy bueno.

—No te compares con mi nuevo —dijo Lucía cerrándole la puerta en las narices.

Lo observó por la mirilla, disfrutando su cara de despecho. Adrián dudó un momento y se fue.

Dos días después, la llamó.

—¿Qué quieres?

—Te echo de menos. Estuvimos juntos tantos años… Es costumbre, supongo.

Al principio, a Lucía le gustaba oírlo quejarse de Sandra, verlo dependiente de ella. Soñaba con que se arrepintiera. Pero ahora la agrietaba. Cada visita o llamada confirmaba que sus sentimientos habían muerto. Ni siquiera le odiaba.

—¿Qué hago? ¿Cómo lo alejo? —preguntó a Carmen.

—Vengarte. Es el momento.

—Querida… Creo que ya se castigó solo. Es infeliz con Sandra, y no quiero aceptarlo para luego dejarlo.

—Pues ignóralo. No contestes ni abras la puerta.

Lucía lo intentó, pero empeoró. Adrián, como un animal acorralado, redobló sus esfuerzos. Llamadas desde números desconocidos, flores en su trabajo, esperándola en la puerta.

—Adrián, basta. Tengo una vida nueva —decía Lucía, aturdida. Hace seis meses no lo habría creído.

Ahora paseaba a Max en otro barrio para evitarlo. El acoso era insoportable.

—Ven a vivir conmigo —ofreció Carmen.

—¿Y el piso?

—Alquílalo. Tengo una compañera de trabajo que busca algo temporal.

—Vale. Que venga este fin de semana.

—Pero es… perfeccionista. De esas que cierran los grifos hasta el final y dejan el microondas en modo reloj.

Se rieron, y Lucía decidió arreglar el grifo de la cocina. No podía arriesgarse a perder a la inquilina.

Cuando llamaron a la puerta, Lucía se sobresaltó. Temía que fuera Adrián, pero era un hombre desconocido.

—Buenas, ¿llamó por el fontanero?

—Sí, pase.

Miguel resultó ser joven, agradable y con manos de oro. Arregló el grifo en minutos.

—Voy a revisar el de la ducha.

—Por favor… ¿Y puede ajustar esta estantería? La puerta también chirría…

En dos horas, la casa estaba impecable.

—Eres un ángel, Miguel.

Al pagarle, sonó el timbre. Adrián parecía intuir que estaba en casa.

—Maldita sea…

—¿Su marido? No se preocupe. Con el uniforme, no pensará mal —bromeó Miguel.

A Lucía se le iluminó la cara.

—Necesito que, al contrario… —se ruborizó. Adrián no dejaba de llamar.

—¿Cómo?

—Es mi ex. No sé cómo librarme de él. Perdone que le cuente mis problemas.

—No es nadaMiguel sonrió, cerró la puerta con llave y dijo: “Pues quédate calladita y deja que él escuche cómo grito yo cuando arreglo más que solo grifos”.

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