«Ya les hemos vendido la casa. Pero tenemos derecho a quedarnos una semana», dijeron los antiguos dueños.
Corría el año 1975 cuando dejamos el pueblo para mudarnos a la ciudad. Compramos una casa a las afueras de Madrid y, al poco, nos llevamos una sorpresa
En aquel entonces, en el pueblo, todos nos echábamos una mano, así eran también mis padres. Por eso, cuando los propietarios anteriores nos pidieron quedarse algunas semanas más en la que ya era nuestra casa, mientras solucionaban unos papeles, accedimos sin dudar.
Tenían un perro enorme y, sinceramente, bastante fiero. Nosotros no queríamos llevárnoslo porque no obedecía a nadie. Aún recuerdo al animal perfectamente.
Pasó una semana, luego otra, y después otra más, y aquellos seguían viviendo en nuestra casa sin intención de marcharse. Dormían hasta la hora de cenar, rara vez salían, y por su actitud, parecían seguir creyéndose los dueños, sobre todo la madre del propietario.
Mis padres les recordaban constantemente el acuerdo, pero siempre encontraban alguna excusa para alargar su estancia.
Soltaban al perro sin cuidado. No solo ensuciaba el jardín, sino que nos daba auténtico miedo salir fuera. Asustaba a cualquiera que se acercaba. Mis padres insistieron varias veces en que lo ataran, pero en cuanto mi padre salía para trabajar y mis hermanos, Lucía y Javier, iban al colegio, ahí estaba el perro, corriendo suelto en el jardín.
Y así fue como el perro terminó por ayudar a mi padre a echar a aquellas personas tan descaradas.
Un día, Lucía regresó del colegio y, distraída, abrió la verja sin prestar atención al perro. El bicho, de pelaje negro, la tiró al suelo, aunque, por suerte, salió ilesa salvo algún que otro arañazo y el uniforme roto. Inmediatamente, ataron al perro y le echaron la culpa a mi hermana por llegar «demasiado temprano».
Esa misma tarde, al volver mi padre del trabajo, no se quitó ni la chaqueta. Agarró a la anciana por los brazos y la sacó a la calle. Detrás salieron la hija y su marido, huyendo. Toda su ropa y pertenencias acabaron saltando la valla, directas al barro y los charcos del camino.
Intentaron que el perro se lanzara contra mi padre, pero el pobre animal, al ver el revuelo, entre miedo y derrota, metió el rabo entre las patas y se escondió en el cobertizo. Se negaba a moverse.
En menos de una hora, todo lo que tenían aquellos estaba en la calle, el portón cerrado, y el perro aguardaba con ellos, tras la verja, bajo la fría noche madrileña.
De aquello aprendí que la bondad y la paciencia tienen un límite, y que hay veces en las que hay que saber poner pie en pared, aunque no sea bonito. Por muy generoso que quieras ser, no todo el mundo te lo agradece en la vida.







