**Venderemos la casa, pero mamá se viene con nosotros**
Antonio estaba en la cocina con su esposa, Beatriz. Ella cocinaba, revolviendo la paellera mientras hablaba sin parar. Él, preparándose para ir al trabajo, bebía su café, observaba el sol asomando por la ventana e intentaba descifrar algo coherente en el torrente de palabras de su amada.
—Anto, ¿me escuchas? —las uñas de Beatriz se clavaron de pronto en su hombro.
—¡Claro, mi vida! —respondió él rápidamente, apartando sus manos. Después de todo, ella siempre llevaba las uñas impecables.
—Entonces, ¿qué te acabo de decir? —sus ojos brillaron con una frialdad exigente.
Antonio suspiró.
—Que volvías a hablar de vender la casa.
—Exacto. ¿Y por qué?
—Si traemos a mamá con nosotros, será más fácil. Gastaremos menos.
—¿Tú entiendes que allí no hay nada útil para nosotros? No tiene sentido que viva ahí, con esa pensión miserable que no le alcanza ni para pagar las facturas. ¿Por qué tenemos que ser nosotros los que paguemos? ¿Qué nos debe? —la voz de Beatriz goteaba desprecio.
A sus casi cuarenta años, con las ideas claras, aquello sonaba casi siniestro. Aquella voz grave, ligeramente ronca, a veces le hipnotizaba… Ya no era el canto dulce de antaño, pero aun así.
Antonio pasaba de los cuarenta, pero ya estaba acostumbrado a obedecer a Beatriz. Normalmente, sus decisiones no traían problemas; al contrario.
—Mamá tiene que vivir en alguna parte —murmuró él, débil.
—Claro. Con nosotros. Y vendemos la casa. Cubriremos las deudas y mejoraremos nuestra situación. Además, será más alegre compartir el día a día, ¿no? —insistió Beatriz.
Antonio asintió. Aunque su trabajo como ingeniero en construcción le daba un buen sueldo, nadie rechazaría un ingreso extra. Sobre todo porque la casa estaba a su nombre, y pagar por un lugar donde no vivía no le hacía gracia.
—Pues entonces, mañana publicas el anuncio. Llama a mamá y dile que haga las maletas. Se viene con nosotros, y en cuanto aparezca un comprador… —Beatriz sonrió, mostrando los dientes, como una depredadora olfateando a su presa.
***
Carmen empezó su día como siempre. El sol ya estaba alto cuando la anciana se despertó. Salió al jardín para revisar los árboles. De pronto, su viejo Nokia chirrió en el bolsillo del pantalón.
Las nuevas tecnologías nunca fueron lo suyo. Hasta lo más sencillo, como enseñarle qué botones pulsar en la lavadora, le costó a Antonio varias explicaciones. Pero allí, en el campo, todo era paz. Como si el tiempo se hubiera detenido. Revistas viejas, vecinos amables, una pensión a los sesenta y cinco… La vida había sido buena.
Hasta que escuchó la voz de su hijo al teléfono, y el corazón se le encogió.
—Hola, mamá. Mira, Bea y yo hemos hablado y creemos que es hora de vender la casa.
—¡¿Qué?! —Carmen se dejó caer en el banco del porche, respirando con dificultad.
—¿Qué te molesta? No tiene sentido que te pudras en el pueblo. Vivirás mejor con nosotros, y con ese dinero arreglaremos nuestras cuentas.
—¿Propones que viva con vosotros? ¿No os molestaré? —preguntó Carmen, incrédula.
—¡Mamá, por Dios! No, claro que no. Te daremos tu habitación, lo que necesites. Será una familia unida. Y para ti será mejor, no tendrás que apretarte tanto con la pensión.
Carmen se mordió el labio con nerviosismo, pero Antonio no cejaba.
—Ya puse el anuncio. Así que haz las maletas. Mañana es sábado y pasaré a buscarte. No traigas mucho, no quiero perder tiempo en viajes.
Así, una nueva vida se dibujó en el horizonte para Carmen. Su hijo colgó rápidamente, como siempre, un hombre ocupado. Ella se quedó sentada en el banco, reflexionando. Había un acuerdo con Antonio para los pagos. Sí, su pensión era escasa, pero ¿cómo iba a imaginar que lo usaría en su contra? No le dejaron opción.
Con un gemido, frotándose la espalda dolorida, entró en la casa, pensando en su jardín, en tantos años de esfuerzo…
¡Y ahora nunca más lo vería!
***
Beatriz arrugó la nariz.
—Madre mía, Carmen, qué barbaridad. Ya le dije que no cocine esos guisos. Toda la casa huele fatal.
Con gesto disgustado, abrió la ventana de un tirón. Carmen se quedó paralizada unos segundos.
—¿Y qué se supone que haga? No estoy acostumbrada a cómo cocináis vosotros —respondió—. Necesito algo contundente.
—Pues haga algo normal. Pasta, con una salsa decente, cosas así. Algo que podamos comer todos, y que no avergüence si vienen visitas —Beatriz le lanzó su sonrisa afilada.
—¿Me está diciendo que cocine para un ejército?
—¡No! Cocine para usted si quiere, pero que no apeste ni parezca comida para perros.
Con eso, Beatriz inhaló exageradamente el aire fresco. Carmen, herida, dio media vuelta y se encerró en su habitación.
Era obvio: aquello solo era el principio.
«Si esto sigue así, tendré que hacer algo», pensó. Vender la casa seguía pareciéndole una locura.
Esa misma noche, en la cena, mientras Antonio mordisqueaba una pizza fría, sonó su teléfono.
—¿Sí? ¿Ver la casa? Este fin de semana, perfecto. ¿Compran directamente? Genial, pero mejor echen un vistazo antes.
—¿Tan rápido encontraron comprador? —Carmen abrió los ojos desmesuradamente.
—Claro, puse un buen precio. No queremos estafarnos, y además hay que hacer reformas.
Carmen lo miró fijamente.
—¿Y tú, Anto?
—¿Yo qué? ¿Es que ya no sabe resolver nada sola? —saltó Beatriz—. Debería pensar menos en reformas, Carmen, y más en legar algo a sus nietos.
—¿Tengo nietos? —replicó Carmen, con sorna.
Beatriz se quedó callada, clavando la mirada en la pared.
—Justamente por eso, porque nunca hemos tenido condiciones.
—¿Una casa de tres habitaciones no son condiciones? Yo crié a Antonio en un piso compartido. Todo lo conseguí sola. ¡Hasta esta casa que os cedí!
—Los tiempos han cambiado. Ahora los niños exigen más —refunfuñó Beatriz.
Antonio cortó el debate.
—Mamá, en ese pueblo no podrías seguir viviendo. Estás sola, yo no puedo ir siempre…
Carmen calló. El tema estaba zanjado.
***
Nunca se adaptó. Todo era distinto: los olores, los muebles modernos, el estilo frío de Beatriz. Cristal por todas partes, mesas de mármol, paredes oscuras.
Su antigua casa tenía papel pintado alegre, colores cálidos. Aquello era una cárcel de cemento.
Al día siguiente, al volver del mercado, escuchó ruidos extraños. ¿Qué pasaba? Dejó las bolsas y encontró a Beatriz embalando sus cosas.
—¿Qué haces? —gritó Carmen.
—¡Ordenar! —espetó Beatriz—. Esto es un caos. Tiré un par de bolsas de ropa vieja.
—¿Tiraste qué? —Carmen palideció.
Eran sus vestidos. Los de antaño. Los que ya no le entraban, pero que guardaban recuerdos.
—¡Hay que poner orden! —gritó Beatriz—. Hay polvo por todasAl final, Carmen decidió volver a su pueblo, donde el aroma a tierra mojada y el silencio de las mañanas valían más que cualquier comodidad de la ciudad.