**Lunes, 15 de noviembre**
El timbre del teléfono rompió el silencio de la tarde.
—¿Hola, Lucía? —sonó una voz familiar.
La emoción le apretó la garganta, el corazón le latía tan fuerte que temió despertar a su marido. De no ser por el murmullo de la televisión, el eco de sus latidos habría sido suficiente.
—Te echo de menos. No podía esperar más. Pienso en ti constantemente. Quedamos —insistió la voz al otro lado.
Lucía salió del dormitorio y cerró la puerta con cuidado. Se apoyó contra la pared del recibidor. Las piernas le flaquearon, como si se hubieran convertido en gelatina.
—Lucía, ¿estás ahí? —la voz la llamaba, la tentaba, la aterraba con su realidad.
No debió contestar. Ni siquiera mirar la pantalla. Había intentado olvidarlo, borrar esa noche de locura. Se repetía que tenía un matrimonio estable, un buen hombre a su lado, años compartidos. No necesitaba a nadie más.
Con su futuro marido, Lucía compartió aula en el instituto. Javier era de esos alumnos brillantes, ganador de olimpiadas de matemáticas y física. En bachillerato, las gafas le valieron el apodo de “Don Quijote”. Y con razón: tranquilo, de complexion robusta, mejillas sonrosadas, parecía salido de una novela clásica.
Lucía, como todas las chicas de su clase, nunca lo vio como un pretendiente. Pedirle ayuda en un examen, copiar sus deberes, eso sí. Ella prefería chicos con carisma, guapos, deportistas, con ese punto de atrevimiento.
Un día se cruzaron por casualidad en la calle. Javier ya no llevaba gafas. “No está mal”, pensó entonces.
Él terminó en la Universidad Complutense; ella, en medicina. Intercambiaron números, por si acaso. Cinco años después de la graduación, los antiguos compañeros planeaban una reunión. Javier prometió avisarle. Lucía le dio su teléfono, pero no tenía intención de ir. A él también lo borró de su mente.
Pero a los pocos días, la llamó para invitarle al cine. Lucía tenía citas de vez en cuando, pero nunca algo serio. Los que le gustaban no le hacían caso; los que sí, no le interesaban.
—Ve, hija, o te quedarás para vestir santos —le advirtió su madre.
Y fue. Así empezaron. Javier le declaró su amor y le propuso matrimonio. Con él, la vida era tranquila. Trabajaba en una multinacional, con un futuro prometedor.
—¿En qué lo dudas? Moldéalo como quieras —le dijo su madre. Y Lucía aceptó.
Su relación era estable. Si había discusiones, siempre por culpa de ella.
Tuvieron una hija. Su suegra no se entrometía, pero cuidaba encantada a la niña cuando era necesario. Sus padres tampoco le negaban ayuda.
Un segundo hijo nunca llegó. La pasión entre ellos jamás existió. En la intimidad, Javier era predecible. Lucía pensaba que su vida sexual era demasiado esporádica, aburrida. Pero, por otro lado, él era fiel. Muchas compañeras lloraban por infidelidades, divorcios, la dureza de criar solas.
Su hija creció, terminó el instituto. No siguió los pasos de ninguno de los dos. Estudió diseño en Madrid y llevaba una vida bastante despreocupada. Cuando Lucía le preguntaba por el dinero, la joven se reía: las abuelas competían por ver quién la mimaba más.
Sí, las abuelas adoraban a su única nieta. La suegra le había insistido en tener otro hijo, para que cada una tuviera “el suyo”. Lucía no se arrepentía. A veces se preguntaba cómo habían tenido una hija así, con lo poco que Javier se interesaba por la intimidad.
Así transcurría su vida. Hasta que, hace seis meses, la nombraron directora del centro de salud, en sustitución de la jubilada. El nuevo trabajo le consumía tiempo: reuniones, conferencias…
En una de ellas conoció a Álvaro. Los hombres eran minoría entre tanto asistente. Alto, joven, atractivo y bien vestido, llamó la atención de todas. Las mayores lo trataban con maternal condescendencia; las jóvenes, sin disimular su interés.
El último día había un cóctel. Lucía planeaba irse. No le gustaba el alcohol ni ese tipo de eventos. Pero su compañera de habitación la convenció:
—Aquí es donde pasan las cosas. Nunca sabes quién puede ser útil. Créeme, tengo experiencia.
Y se quedó.
El discurso de clausura se alargó. La gente empezó a beber antes de que terminara. Una hora después, los solemnes doctores se relajaron, contando anécdotas que más bien parecían chistes verdes. Entre médicos, pocos temas son tabú.
Lucía apenas probó el vino, pero reía las bromas. Luego vinieron los bailes. Se apartó, buscando el momento de escabullirse.
—¿También te aburres? —Álvaro se acercó—. Vámonos de aquí.
Aceptó con alivio.
Caminaron por los pasillos alfombrados. Él hablaba de su hospital. La música del salón sonaba a lo lejos.
—Ven a mi habitación. Me regalaron un vino francés, y no tengo con quién compartirlo.
Y Lucía aceptó. No supo por qué. Quizá por no quedarse sola. O porque él le gustaba. Las mujeres siempre notan esas cosas.
En la habitación, Álvaro siguió hablando. Por la ventana, Madrid brillaba en la noche. Cuando la besó, no lo apartó. Despertó en su cama. Toda su vida anterior le pareció de repente insoportablemente gris. Nunca había sentido algo así con Javier.
En sus brazos, olvidó todo. No sabía que el placer podía ser así: vértigo, caída libre, un abismo del que no quería salir.
Pero todo termina. La música cesó. Exhaustos, se tumbaron juntos, manos entrelazadas.
El tiempo los separaba. La conferencia acababa, la habitación debía liberarse al mediodía. Cada uno debía regresar a su ciudad.
—Quédate un día más. Lo arreglo con el hotel —rogó él.
—¿Y los billetes?
—Al diablo con ellos. ¿Así nos vamos a despedir? No puedo perderte.
A cualquier mujer le gusta oír esas palabras. Pero Lucía sabía que aquello no tenía futuro.
—Soy casada —musitó.
—No eres feliz con él. Lo noto.
—No. —Se levantó y empezó a vestirse—. Tú también debes irte. Tu tren sale pronto.
No preguntó si él estaba casado. ¿Qué importaba? Se separarían para siempre. Olvidaría su locura.
En su habitación, su compañera la miró con reproche, pero no dijo nada.
Lucía salió del hotel. Prefería esperar en la estación. Necesitaba ordenar sus pensamientos. Volver a la normalidad. Pero, ¿cómo olvidar cuando cada poro de su piel ardía aún?
En el tren, se calmó un poco. “Olvidar, borrarlo”, se ordenó.
Javier la recogió en la estación. Hablaba de la conferencia, luego de sus cosas. Lucía no lo escuchaba, con los ojos cerrados, intentando borrar a Álvaro de su mente.
Esa noche, él la abrazó.
—Estoy cansada —dijo, dándole la espalda.
La vida volvió a su cauce. El trabajo, los quehaceres. El recuerdo de Álvaro se desvaneció… hasta que, meses después, el teléfono sonó de nuevo.
—No puedo vivir sin ti. Estoy en el hotel “Palacio Real”. Ven cuando puedas.
No respondió. Terminó la llamada, apoyó la espalda contra la pared, intentando recuperar el aliento. Volvió a la habitaciónLucía miró el reloj, respiró hondo y salió de casa sin decir nada, sabiendo que esta vez no habría vuelta atrás.