—¿Hola, Lucía? —sonó una voz familiar en el teléfono.
El corazón de Lucía latía con tanta fuerza que temió despertar a su marido. Solo el murmullo del televisor evitó que el sonido delatara su agitación.
—Te extrañé. No pude esperar más. Pienso en ti todo el tiempo. ¿Nos vemos? —insistió la voz masculina, cálida y tentadora.
Lucía salió del dormitorio y cerró la puerta con cuidado. Se apoyó contra la pared del recibidor, las piernas temblorosas como gelatina.
—¿Lucía, estás ahí? —la voz la arrastraba, la asustaba con su realidad.
No debió contestar. No debió mirar el número. Había intentado olvidarlo, borrar aquella noche de locura de su memoria. Se repetía que tenía un matrimonio estable, un buen marido, años de vida juntos. No necesitaba nada más… ni a nadie.
Con su futuro esposo, Fernando, compartió aula en el instituto. Era un estudiante brillante, ganador de olimpiadas de matemáticas y física. En los últimos cursos, las gafas le valieron el apodo de “Tolomeo”. Y con razón. Fernando era tranquilo, de complexión robusta y mejillas sonrosadas, como un personaje sacado de una novela clásica.
Lucía, como el resto de las chicas, nunca lo vio como un posible enamorado. Pedirle ayuda en un examen o copiar sus respuestas era una cosa, pero nada más. A ella le gustaban los chicos atractivos, deportistas, con sentido del humor y un punto de descaro.
Un día, se encontraron por casualidad en la calle. Hablaron, recordaron viejos tiempos. Fernando ya usaba lentillas. “No está mal, es simpático”, pensó Lucía entonces.
Él se graduó en la Universidad Complutense, mientras ella aún terminaba medicina. Intercambiaron números por si acaso. Cinco años después de la escuela, los antiguos compañeros planeaban una reunión. Fernando prometió avisarle cuándo y dónde sería. Lucía dio su teléfono sin intención de asistir. Lo borró de su mente al instante.
Pero días después, él la llamó para invitarle al cine. Lucía había salido con otros chicos, pero nunca surgió nada serio. A los que le gustaban, no le hacían caso. Y los que sí, a ella no le interesaban.
—Ve, hija. Si sigues así, te quedarás para vestir santos —le advirtió su madre.
Así que aceptó. Y así empezaron a salir. Fernando no tardó en declararse y pedirle matrimonio. Con él, todo era seguro. Trabajaba en una multinacional, con un futuro prometedor.
—¿Y lo dudas? Con un hombre así, moldealo a tu gusto —le aconsejó su madre. Y Lucía accedió.
Su relación era tranquila. Las pocas peleas surgían por culpa de ella.
Tuvieron una hija. La suegra no se entrometía, pero cuidaba encantada de su nieta cuando era necesario. Sus padres tampoco dudaban en ayudar.
El segundo hijo nunca llegó. La pasión entre ellos brilló por su ausencia. Fernando tampoco era fogoso en la intimidad. Lucía pensaba que su vida sexual era escasa y aburrida. Pero, al menos, él era fiel. Muchas compañeras y pacientes le contaban entre lágrimas las infidelidades de sus maridos, los divorcios, las dificultades de criar solas.
Su hija creció, terminó el instituto. No siguió los pasos de ninguno de los dos. Estudió diseño en Madrid y llevaba una vida social intensa. Cuando Lucía le preguntaba por el dinero, su hija se reía: “Las abuelas compiten por ver quién me quiere más. No me falta nada”.
Sí, las abuelas adoraban a su única nieta. La suegra llegó a sugerir otro hijo, para que cada una tuviera su propio heredero. Pero Lucía no se arrepentía de su decisión. A veces se preguntaba cómo habían tenido una hija con la escasa vida íntima que llevaban.
Así transcurría su vida. Hasta que, seis meses atrás, la nombraron directora del ambulatorio, sustituyendo a la anterior jefa que se jubiló. El nuevo puesto le consumía tiempo y energía. Reuniones, conferencias, viajes…
Fue en una de esas conferencias donde conoció a Adrián. Los hombres eran minoría entre los asistentes. Alto, joven, atractivo y elegante, captó la atención de todas. Las mayores lo trataban con cariño maternal, pero también coqueteaban. Las jóvenes, sin disimulo, se sentaban a su mesa en el restaurante, buscando su atención.
El último día, hubo un cóctel de clausura. Lucía pensó en irse. No le gustaba el alcohol ni esas fiestas. Pero su compañera de habitación la convenció:
—En estos eventos pasa lo interesante. Nunca sabes qué contacto será útil. Confía en mi experiencia.
Y se quedó.
El organizador dio un discurso interminable. Muchos no esperaron a brindar y empezaron a beber.
Una hora después, los respetables médicos eran irreconocibles. El vino los volvió locuaces. Contaban anécdotas hilarantes, casi chistes verdes. Entre médicos, pocos temas son tabú.
Lucía apenas bebió, solo mojó los labios. Pero reía las bromas. Luego empezó la música. Se apartó, buscando el momento para escabullirse.
—¿También te aburres? —Adrián se acercó—. Vámonos de aquí.
Lucía aceptó encantada.
Caminaron por los pasillos alfombrados del hotel. Él hablaba de su hospital. La música del salón sonaba lejana.
—¿Subes a mi habitación? Me regalaron un vino francés y no tengo con quién tomarlo.
Ella asintió. No supo por qué. Quizá por no estar sola. O porque él le gustaba. Y sabía que la atracción era mutia.
En la habitación, Adrián siguió hablando. Una melodía conocida sonaba en el salón. Se calló, escuchándola. Por la ventana, la ciudad brillaba en la noche.
Cuando él la besó, no lo rechazó. Despertó en su cama. Su vida anterior le pareció gris en comparación. Nunca había sentido algo así con Fernando.
En sus brazos, olvidó todo. Subía y caía en un vértigo del que no quería salir.
Pero todo termina. La música cesó, la fiesta acabó. Exhaustos, se tumbaron juntos, tomados de la mano.
El tiempo apremiaba. La conferencia había terminado.
—Quedémonos un día más. Lo arreglo con el hotel —propuso Adrián.
—¿Y los billetes?
—Al diablo. Compraremos otros. ¿Nos separamos así? No quiero perderte.
A toda mujer le gusta oír esas palabras. Pero Lucía sabía que no tenía futuro.
—Soy casada —murmuró.
—No eres feliz con él. Lo sé.
—No —se levantó y vistió—. Tú también debes irte. Tu tren sale pronto.
No le preguntó si tenía pareja. No importaba.
En su habitación, se arregló rápido. Su compañera la miró con reproche, pero no dijo nada.
Lucía abandonó el hotel. Esperaría en la estación. Necesitaba poner en orden sus pensamientos.
En el tren, se calmó. Se repitió: “Olvídalo”. Fernando la esperaba en la estación. Habló de la conferencia, luego de sus cosas. Ella no escuchaba, tratando de borrar a Adrián de su mente.
Esa noche, Fernando la abrazó.
—Estoy cansada —dijo ella, apartándose.
La vida volvió a su cauce. Los recuerdos de Adrián se desdibujaron.
Si alguna noche cedía a Fernando, apenas contenía las lágrimas. Buscaba excusas para acostarse tarde y evitar su contacto.
…Y entonces, la llamada. La voz de Adrián despertó todo de nuevoEsa misma tarde, mientras miraba por la ventana, Lucía comprendió que a veces, el corazón elige caminos que la razón nunca entenderá, y cerró los ojos, dejando que una lágrima silenciosa trazara su propia verdad.