Ven a mí…
Ana nunca estuvo satisfecha con su cuerpo. Desde pequeña, siempre fue regordeta y envidiaba a sus compañeras más delgadas. Por más que intentó hacer dieta o ejercitarse, los kilos no desaparecían.
—Deja de castigarte. Come como es debido. Quien deba quererte, te querrá así, delgada o no. No se ama por el físico, sino por el alma y el carácter —la consolaba su padre—. Tu madre nunca fue delgada, y eso no me impidió enamorarme de ella. Una mujer debe ser cálida, como un abrazo.
—Fácil lo dices tú, que comes empanadas sin engordar un gramo. ¿Por qué no salí a ti? —se quejaba Ana.
—¿Y por qué de repente quieres adelgazar? ¿Estás enamorada? —preguntó su madre de improviso.
Ana bajó la mirada.
—Yo también sufrí un desengaño en el instituto. Él estaba enamorado de otra, la más guapa de la clase. Pero cuando acabamos los estudios, dejé de verlo y se me pasó. Años después me lo crucé por la calle. ¿Sabes qué? Di gracias al cielo por no haber estado con él.
—¿Por qué? —preguntó Ana.
—Se casó con esa chica, pero ella exigía vestidos caros y él ganaba poco. Al final, hizo una estafa, robó una gran suma y lo encarcelaron. Cuando salió, ya no era el mismo. Su mujer lo dejó, no encontraba trabajo y empezó a beber. Todo empezó tan bonito… —suspiró su madre.
—Con tu padre también fue duro, sobre todo cuando naciste tú. Pero salimos adelante. Si él no te elige, quizá sea lo mejor. Lo que no es para ti, no lo será —concluyó.
—Pero si te hubiera elegido a ti, no habría robado ni acabado en la cárcel —reflexionó Ana.
—Nunca me habría elegido. A él le gustaban las chicas delgadas y guapas. Y si lo hubiera hecho, tarde o temprano me habría engañado. Igual habríamos terminado mal. Pero entonces no habría conocido a tu padre —sonrió su madre—. Todo pasa por algo.
—Aun así, quiero adelgazar —dijo Ana con terquedad.
Aquella noche navegó por internet, leyendo sobre dietas y mirando fotos de antes y después. Si otras lo lograron, ¿por qué ella no?
A la mañana siguiente, Ana se desperezó y miró el reloj. Había tiempo para quedarse un rato más en la cama… hasta que recordó su propósito de empezar una vida nueva. Se acercó a la ventana. El cielo estaba cubierto de nubes grises. «Quizá podría esperar a mañana, cuando haga mejor tiempo…». Pero no. Sabía que si posponía, nunca empezaría. Se puso el chándal con determinación.
Las calles del barrio estaban vacías. Mejor así, nadie la vería trotar como una tortuga. Pronto le faltó el aire, un dolor punzante le atravesó el costado y la tos le rasgó la garganta. El sudor le corría por la espalda. Se detuvo, agitada, movió los brazos como aspas y regresó. Ya se acostumbraría.
Al día siguiente, cada músculo le ardía. Aun así, salió de nuevo. Al volver, apenas podía arrastrarse.
—¿De dónde vienes tan sudada? —preguntó su madre al verla entrar.
—De correr.
—¿Haciendo ejercicio? Bien hecho. A mí siempre me faltó voluntad. ¿Cansada? Date una ducha y desayuna, que llegarás tarde al instituto.
—No quiero magdalenas, solo café —dijo Ana con firmeza.
—Como quieras. Pero empezar así de golpe y dejar de comer no es bueno. En una carrera larga, si sales demasiado rápido, no llegas al final —respondió su madre con reproche.
—Bien hecho —su padre le dio una palmada en la espalda—. Admiro tu perseverancia —dijo, sentándose a la mesa con su taza de café.
—¿Tú también a dieta? ¿Para quién he hecho magdalenas entonces? —se lamentó su madre.
—Tranquila. Yo comeré por las dos —guiñó el ojo a Ana, cogió una magdalena y le dio un mordisco con gusto.
Ana tragó saliva. Pensó que una magdalena no arruinaría su esfuerzo. Además, dejar de comer de golpe era malo… Pero no quiso tentarse. Bebió el café de un trago y se levantó.
—Ahora se matará de hambre —susurró su madre al verla irse.
No escuchó la respuesta de su padre.
Con el tiempo, Ana se acostumbró y alargó sus rutas. Un día notó que el cinturón de sus pantalones le quedaba holgado. Corrió al espejo, pero no vio ningún cambio.
Una mañana, dos chicas delgadas y veloces como gacelas la adelantaron. Ana les cedió el paso. Al pasar, una de ellas soltó: «¡Qué resbaladizo está el suelo! Parece que la gorda ha dejado caer su grasa». Su risa tintineó en el aire. La otra chica la reprendió con la mirada y le dedicó a Ana una sonrisa tímida.
No. Nunca lo conseguiría. Quizá debía probar con baile. Decían que también ayudaba a perder peso. Así que se apuntó a clases para principiantes.
El hambre la mareaba. Cada día, al pasar por el comedor del instituto, aceleraba el paso. Tras su primera clase de baile, oyó en los vestuarios que la llamaban «vaca». Le dolió tanto que esperó a que se fueran todas antes de entrar. Le daba vergüenza cambiarse delante de las demás.
Su madre se preocupaba al verla comer menos e intentaba colarle un trozo extra de pescado o una croqueta. Ana lo rechazaba y salía a correr con más ahínco.
Para la graduación, por fin había adelgazado. Aunque aún no tenía la silueta que deseaba, se miró en el espejo y se gustó.
Tras la entrega de diplomas y el concierto, llegó el baile. Ana dudaba en participar. Temía que la llamaran «vaca» de nuevo. Vio cómo la profesora hablaba con Jorge, y cuando empezó una canción lenta, él cruzó el salón hacia ella. Ana entendió: la profesora le había pedido que la sacara a bailar. Le dolió. ¿Tan patética parecía? Aun así, aceptó. Quizá no tendría otra oportunidad. Pocas parejas se unieron.
—Eh, Jorge, cuidado. Si te pisa la Gutiérrez, te dejará cojo —gritó la chica más guapa, rodeada de sus amigas.
Las carcajadas resonaron. Ana enrojeció, se mordió el labio y las lágrimas asomaron. Jorge se detuvo y dijo en voz alta:
—Basta. No tiene gracia. ¿Sois así de malas porque estáis hambrientas?
El silencio fue instantáneo.
—No les hagas caso. Envidian. Bailas muy bien, con gracia —dijo Jorge, volviendo a girarla por la pista.
Ana flotaba de felicidad, ruborizada por el halago. Pero él no la invitó a bailar de nuevo. No importaba. Nunca olvidaría aquel vals.
Tras el instituto, Ana empezó la carrera de Medicina y siguió corriendo cada mañana, aunque le costara dolor y ahogo. El baile lo dejó; los estudios demandaban demasiado tiempo.
Poco a poco, el peso disminuyó. Ana se alegraba y corría con más ganas.
Con Jorge no se veían. Lo seguía en redes sociales: subía fotos esquiando en invierno. A veces aparecía con chicas, y a ella le devoraban los celos. Pero su perfil seguía diciendo «soltero».
Ana creó otra cuenta, con una foto de dibujos animados y unos cuCon el tiempo, dejó de seguir su perfil, pero un día, al volver a casa con su hija en brazos y Jorge sosteniendo la puerta, comprendió que las palabras de su madre eran ciertas: todo lo que pasa, pasa por algo.