Vela en el Viento

**VELA EN EL VIENTO**

Isabel Martínez se quitó los guantes de látex y la mascarilla, los arrojó a un cubo metálico y, exhausta, salió del quirófano. Había sido una de esas operaciones en las que la vida pende de un hilo. El paciente, Adrián Jiménez Robles, un anciano con el corazón debilitado, había resistido milagrosamente la anestesia.

Ahora solo quedaba esperar…

Isabel no durmió esa noche. Yacía en una estrecha cama de la sala de residentes, mirando al techo. La yesería blanca y agrietada parecía absorberla, arrastrándola hacia un pasado que había guardado muy dentro. Aquellas grietas le recordaban aquel lugar lejano, un pequeño pueblo nevado, Valdehermoso, perdido en las montañas de León, donde comenzó su vida adulta.

Cerró los ojos y el tiempo retrocedió. Tenía diecinueve años otra vez, estaba frente a una iglesia medio derruida, de madera oscurecida por el tiempo, con las paredes ennegrecidas y una campana muda colgando en el vano vacío.

En aquel entonces, recién graduada, la enviaron a aquel lugar remoto. Allí conoció el silencio, el frío cortante y la indiferencia de la gente.

Un día, entró en la iglesia sin saber por qué. Dentro olía a polvo, cera fría y humedad. Encendió una vela, buscando un poco de calor.

—¿Algo te inquieta, hermana? —oyó a sus espaldas.

Era el joven sacerdote, el padre Mateo.

—Solo estoy aquí —respondió con una sonrisa forzada.

A partir de entonces, volvió a menudo. Sus conversaciones eran largas y tranquilas. Él le parecía cercano, sabio, como si supiera cómo funcionaba su alma.

Una tarde, susurró:
—Hoy es el cumpleaños de mi padre. Era militar. Murió en 1921, en Zaragoza…

No sabía que sería un error fatal.

Esa misma noche, los golpes sacudieron su puerta. Isabel se abrigó con una bata y abrió, y todo terminó.

El registro, los insultos, los gritos. El padre Mateo había sido un delator. La acusó de “conversaciones antiestatales”.

En la comisaría, no la golpearon de inmediato. Primero fue el interrogatorio. El agente era bajo, calvo, con mirada cansada.

—Siéntate. Soy Fernando Gutiérrez. No temas —dijo en voz baja—. No todos aquí somos bestias. Aunque son tiempos en los que el hombre es como una vela en el viento. Una ráfaga, y se apaga…

No la golpeó. La miró con pena.

—No puedo sacarte, Isabel. Pero tampoco dejaré que te manden a un campo. Intentaré que sea solo destierro. Y reza para que nadie más se interese por tu caso.

Así llegó a Valdehermoso.

Solo había un camino, recto y nevado. El invierno era cruel.

Al principio, nadie le abrió las puertas. Los desterrados eran rechazados. Llamó a cada casa y solo recibió silencio o un “¡No!” cerrado.

—Encontrarás gente incluso en estas tierras —recordó las palabras de Fernando.

Solo una puerta se abrió: la de Lucía, una viuda joven.

—Pasa. Pero compórtate.

Isabel se quedó con ella. Trabajó en el huerto, curó a los aldeanos, cuidó de los niños y los animales. Poco a poco, la gente empezó a confiar.

Pasaron dos años. Cada quince días, firmaba en el ayuntamiento. El alcalde, Javier Rojas, la atendía en silencio, firmando el registro sin mirarla.

En el tercer año, todo cambió.

Era casi de noche. Nevaba.

Un carruaje se detuvo frente a la casa de Lucía. Javier Rojas entró, cubierto de nieve.

—Mi hija se muere. Ayúdala.

Isabel tomó sus cosas. Llegaron a su casa.

En la cama yacía una niña de siete años. Pálida, mejillas hundidas, aliento débil. En un rincón, la médica del pueblo miraba sin interés.

—Difteria —dijo con indiferencia.

—¿Tienes un bisturí?

—Lo traerán. En cinco horas.

—En cinco horas será tarde —cortó Isabel—. Necesito un cuchillo, una vela y alcohol.

Javier corrió como loco, trajo todo. Isabel esterilizó el cuchillo, lo introdujo en la garganta de la niña: el absceso reventó.

Sangre y pus cubrieron su rostro. La madre, enloquecida, la golpeó. Javier la apartó.

Isabel veló a la niña toda la noche. Por la mañana, Martita respiró mejor. Al día siguiente, ya jugaba.

Antes de irse, la madre se acercó.

—Perdón. Pensé que… pero la salvaste. Toma —le entregó una bolsa con comida, una manta y fundas bordadas.

Javier volvió muchas veces. Traía provisiones. Ya no requirió firmas. No era tan frío como parecía; la vida lo había endurecido.

Un año y medio después, Isabel regresó a la ciudad. Defendió su tesis, se casó, tuvo dos hijos.

Pasaron los años.

Un día, paseando, llegó a la misma iglesia. Todo había cambiado: limpia, iluminada, cuidada.

Entró. Vacía. Una monja barría.

—¿Puedo ver al padre Mateo?

—No está. Murió. Un accidente. Hace seis años.

Isabel miró al joven sacerdote que la acompañaba.

—¿Eres una de las que delató? —preguntó él.

Asintió.

—Dios no perdela maldad hecha en Su casa —murmuró.

Encendió una vela: por su padre, por su juventud, por el dolor.

Una tarde, un hombre mayor se inscribió en su consulta.

—Cáncer de estómago. Corazón débil —leyó en el historial—. Nombre: Adrián Jiménez.

Entonces, lo vio. Era él. El mismo agente.

—¿Isabel? —la reconoció—. No puedo creerlo…

HabElla sintió que, después de tantos años, el destino los había unido de nuevo en aquel instante fugaz donde el pasado y el presente se fundían como cera derretida.

Rate article
MagistrUm
Vela en el Viento