VELA AL VIENTO
Isabel Martínez se quitó los guantes de látex y la mascarilla protectora, los lanzó a un barreño metálico y, exhausta, salió de quirófano. Había sido una de esas intervenciones en las que la vida pende de un hilo. El paciente, un anciano llamado Luis Manuel Herrera, con el corazón debilitado, logró resistir la anestesia por milagro.
Ahora solo quedaba esperar…
Isabel no durmió en toda la noche. Se tendió en la estrecha camilla de la sala de residentes, mirando al techo. La pintura blanca y agrietada parecía absorberla, arrastrándola al pasado que había guardado bajo llave. Aquellas grietas le recordaban lo que había dejado atrás: un pequeño pueblo nevado, Valdeherrero, cerca de Cuenca, donde comenzó su vida adulta.
Cerró los ojos y el tiempo retrocedió. Tenía diecinueve años otra vez, de pie frente a una iglesia medio derruida, de madera ennegrecida por el tiempo, con un campanario vacío y silencioso.
En aquellos años, recién graduada, la destinaron a aquel lugar remoto. Allí descubrió lo que era vivir entre el silencio, el frío cortante y la indiferencia.
Un día, entró en la iglesia casi por instinto. Dentro olía a polvo, frío y cera. Encendió una vela, buscando un poco de calor.
—¿Algo te inquieta, hija? —escuchó a sus espaldas.
Era un joven sacerdote, el padre Antonio.
—Nada, solo pasar un rato —contestó con una sonrisa forzada.
A partir de entonces, volvió con frecuencia. Sus conversaciones eran largas y serenas. Él le parecía comprensivo, casi como si supiera cómo era su alma.
Una tarde, en voz baja, confesó:
—Hoy es el cumpleaños de mi padre. Era militar. Murió en 1938, en Teruel…
No sabía que sería su error fatal.
Esa misma noche, los golpes en su puerta la despertaron. Se abrió paso entre gritos, registros y maldiciones. El padre Antonio había denunciado sus “conversaciones peligrosas”.
En la comisaría, no la golpearon de inmediato. Primero llegó el interrogatorio. El inspector era un hombre bajo, calvo, con mirada cansada.
—Siéntate. Soy Miguel Ángel Vázquez. No temas —dijo con voz suave—. No todos aquí somos bestias. Aunque en estos tiempos… el hombre es como una vela al viento. Un soplo y se apaga.
No le levantó la mano. Solo la miró con pena.
—No puedo sacarte de esto, Isabel. Pero tampoco dejaré que te manden lejos. Intentaré que te quedes en un pueblo. Ruega que nadie más se interese por tu caso.
Así llegó a Valdeherrero.
El camino era una sola línea recta, cubierta de nieve. El invierno era cruel.
Al principio, nadie la aceptó. Los vecinos desconfiaban. Tocó puerta tras puerta, recibiendo siempre un “no” o, peor, el silencio.
—La gente también existe en el olvido —recordó las palabras de Vázquez.
Solo la viuda Carmen le abrió.
—Pasa. Pero pórtate bien.
Isabel se quedó con ella. Trabajaba en la huerta, curaba a los vecinos, cuidaba niños y animales. Poco a poco, ganó su confianza.
Pasaron dos años. Cada quince días, firmaba en el ayuntamiento. El alcalde, Francisco José Morales, sellaba su documento sin mirarla.
En el tercer año, todo cambió.
Era tarde. Nevaba.
Un carromato se detuvo frente a la casa de Carmen. Entró Morales, cubierto de escarcha.
—Mi hija se muere. Ayúdala.
Isabel agarró sus herramientas. Llegaron a su casa.
En la cama yacía una niña de siete años, pálida, con la respiración entrecortada. En un rincón, la médica del pueblo se encogía de hombros.
—Difteria.
—¿Tienes un bisturí?
—Llegará en cinco horas.
—En cinco horas será tarde —cortó Isabel—. Necesito un cuchillo, una vela y alcohol.
Morales corrió como loco. Ella esterilizó el cuchillo, lo clavó en la garganta de la niña. El absceso estalló.
La madre, histérica, la golpeó. Morales la apartó.
Isabel veló a la niña toda la noche. Por la mañana, Lucía respiraba mejor. Al día siguiente, ya reía.
Antes de irse, la madre se acercó.
—Perdóname. Pensé que… pero la salvaste. Toma esto —le entregó una bolsa con comida, una manta y almohadas bordadas.
Morales volvió a visitarla, llevando provisiones. Ya no exigió firmas. Era menos frío de lo que parecía.
Un año y medio después, Isabel regresó a la ciudad. Sacó su doctorado, se casó, tuvo hijos.
Pasaron décadas.
Un día, paseando, llegó a la misma iglesia. Todo había cambiado: limpia, iluminada, cuidada.
Entró. Estaba vacía. Una monja barría el suelo.
—¿Podría ver al padre Antonio?
—No está. Murió. Hace seis años.
Isabel miró al joven sacerdote que la observaba.
—¿Eres una de las que él entregó? —preguntó él.
Asintió.
—Dios no perdona el mal hecho en Su casa —susurró.
Encendió una vela. Por su padre. Por su juventud. Por el dolor.
Tiempo después, un anciano llegó a su consulta.
—Cáncer de estómago. Corazón débil —leyó en el historial. Nombre: Luis Herrera.
Alzó la vista y se quedó sin aliento. Era él. El inspector.
—¿Isabel? —la reconoció—. No puede ser…
Hablamos largo rato. Él le contó que, un año después, lo denunciaron. Pasó cinco años en prisión.
—¿Qué me dices, doctora?
—Las posibilidades son pocas, Luis Manuel. Pero lo intentaremos.
Esa noche, no pudo dormir. Llamó al hospital.
—¿Cómo está Herrera?
—Estable. Duerme —respondió la enfermera.
Isabel salió al balcón. Era junio. El cielo se teñía de rosa, las estrellas desaparecían.
Y en ese instante, sintió que su vela aún ardía. Y que, tal vez, seguiría ardiendo mucho tiempo.